Parte XXII: BAJO EL AMANECER DE UNA NUEVA ERA - CAPÍTULO 192

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CAPÍTULO 192

Calpar se despertó temprano en la mañana. Se dio vuelta en la cama y observó con una sonrisa a Felisa a su lado. Ella estaba acostada boca arriba, con la mirada fija en el techo mientras sostenía en su puño la obsidiana que colgada de su cuello.

—¿Qué dice Iriad? —preguntó Calpar.

Felisa salió de su ensimismamiento y se volvió hacia él:

—Está horrorizado por como roncas —respondió.

Calpar la miró serio por un instante, luego se dio cuenta de que estaba bromeando.

—Te preocupaste, ¿eh? —rio ella.

—Bueno, la idea de que Iriad haya estado escuchando lo que estábamos haciendo antes de dormirnos...

—Después de todos estos años, aún sigues siendo el mismo mojigato de siempre —comentó ella con tono de fingido reproche.

—Tal vez es eso lo que te atrae de mí —se encogió de hombros él.

—Tal vez —lo besó ella en los labios.

Calpar miró de reojo la obsidiana con desconfianza.

—Relájate —le acarició ella la mejilla—. Él no puede escucharnos, no es así como funciona.

A pesar de su aseveración, Felisa vio que Calpar no estaba convencido, así que decidió sacarse el colgante y guardarlo dentro del cajón de la mesa de noche.

—¿Contento? —arqueó una ceja ella.

—Gracias —asintió él.

La mirada del Caballero Negro fue atraída por un objeto alargado que descansaba sobre la mesa de noche:

—Creí que devolverías ese puñal a su legítimo dueño —le reprochó a Felisa.

—Resultó ser que el legítimo dueño no era Liam, sino Dana, y ella me permitió conservarlo —se encogió de hombros ella—. No me mires así.

—¿Así? ¿Cómo?

—Como si te estuviera mintiendo. Te digo que ella me lo regaló. Me vio portándolo cuando fui a despedirla a ella y a Lug en el muelle, antes de que partieran hacia el continente. Vio que me gustaba mucho y me dejó quedármelo. ¿Sabías que lo hizo la misma persona que forjó la espada de Lug?

—Sí, su nombre es Govannon —respondió Calpar.

—Es un arma digna de la reina de Ingra, ¿no te parece?

—Absolutamente.

Ella suspiró y volvió su mirada al techo.

—¿Qué te preocupa? —inquirió Calpar.

—¿Además del hecho de que me convertí en reina de un mundo entero de la noche a la mañana? No sé, tal vez la avasallante responsabilidad de velar por el regreso pacífico de una raza que fue perseguida, aniquilada sin piedad y exiliada de su propio mundo —explicó ella con sarcasmo.

—Nada de lo cual ha cambiado tu cáustico temperamento, aparentemente —opinó Calpar.

—Tal vez es eso lo que te atrae de mí —retrucó ella.

—Nah, no es eso. Me gusta acostarme con reinas —bromeó él.

Ella no se rio.

—Lo haces bien, Felisa, en serio —le acarició el cabello él—. Los sylvanos tienen suerte de tenerte como guía y autoridad en esta instancia de cambios.

—Es lo que me dice Iriad también —suspiró ella.

—¿Por qué te cuesta tanto creerlo?

—Su devoción fanática me exaspera, Calpar —refunfuñó ella—. Más que una reina, creen que soy una especie de diosa.

—Oh, ya veo, temes caer del alto pedestal donde te han puesto, temes que se den cuenta de que eres falible.

—Sucederá tarde o temprano. Ellos piensan que puedo arreglar todos sus problemas y no es así. A pesar de todos mis esfuerzos, no todos ellos lograrán la convivencia pacífica que la profecía les prometió.

—Suéltalos —dijo Calpar.

—¿Qué?

—Suéltalos, déjalos decidir por sí mismos. Aliéntalos a proponer sus propios planes, sus ideas, descentraliza tu poder —explicó él.

—Han llevado una vida estática por más de mil años, ¿qué propuestas propias pueden tener?

—Harías bien en escucharlos en vez de subestimarlos —opinó él.

—Sí, tal vez tengas razón —suspiró ella—. Hay otra cosa que me preocupa.

—¿Qué cosa?

—La pérdida de mi libertad.

—¿De qué hablas?

—Cuando no era nadie, podía moverme por todo el continente, haciendo lo que me placía. Ahora estoy atada a un trono en un palacio, clavada en un solo lugar.

Calpar rio de buena gana.

—¿Mis problemas te parecen graciosos? —le reprochó ella con el ceño fruncido.

—Primero —levantó él un dedo—, para estar atada a un trono en un palacio, tendrías primero que tener un trono y un palacio. Segundo —levantó otro dedo—, nadie te obliga a estar estática en un solo lugar, esa es solo una idea que tienes porque estás tomando como modelo a las casas reales de Ingra. ¿Quién dijo que la Reina de Obsidiana tenía que acatar las costumbres, ceremonias y protocolos de las monarquías humanas?

Ella se lo quedó mirando por un largo momento:

—Ahora lo entiendo —dijo, levantándose de un salto de la cama.

—¿Qué cosa? —frunció el ceño él.

—Lo que me atrae de ti —se inclinó ella, dándole un rápido beso en la mejilla—. ¿Qué título te parece mejor: Reina Itinerante o Reina Peregrina?

—Reina Peregrina, definitivamente —sonrió él.

LA REINA DE OBSIDIANA - Libro VIII de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora