Capítulo 3: Siempre amanece

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La mañana del lunes llega implacable: que no haya podido pegar un ojo le importa un bledo

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La mañana del lunes llega implacable: que no haya podido pegar un ojo le importa un bledo.

Parezco un murciélago: cegada, me peleo con la luz del sol dando torpes manotazos a la nada, lo cual llena la habitación de pequeñas pelusitas que flotan en el aire.

Me siento cruzando las piernas como una india, restregándome los ojos hasta que dejan de arderme. Una vez que logro enfocar algo, mi mirada se detiene en una paloma de campo que de la nada se ha posado en mi baranda.

Sonrío porque recuerdo lo mucho que aprendí sobre aves gracias a mi padre. Él solía tener estas ideas geniales que siempre terminaban en desastres calamitosos o en éxitos totales.

No había intermedio cuando se trataba de sus alocadas ocurrencias. Cuando tenía once años, mientras me preparaba el desayuno: un batido de frutilla, tostadas y waffles, me dijo que estaba preocupado porque hacía mucho que no teníamos ninguna aventura.

—No puede ser que dos exploradores como nosotros, pasemos el fin de semana de brazos cruzados mirando cualquier cosa en la tele —me dijo entre bocados: tenía el bigote lleno de chocolate, y sus ojos brillaban con determinación.

Amaba esa mirada.

—¿Y qué tienes en mente, papi? —le contesté entre risas, indicando con el dedo donde tenía que pasarse la servilleta para sacarse las manchas.

—Buena pregunta. La respuesta, abejita, involucra un par de binoculares, la cámara de fotos, y este libro de aves que "tomé prestado" de la casa de la abuela el domingo pasado.

Y así fue como comenzamos nuestro nuevo pasatiempo: la observación de aves. Y es por esa razón que sé que a este tipo de palomas marrones y pequeñas también les llaman "palomas de luto": por el silbido que provocan sus alas cuando vuelan. Es hermoso y triste al mismo tiempo.

—Mira que bonita es, Alba —Su voz no la asusta; solo yo puedo oírla. Mi pecho se contrae, pero me rehúso a llorar tan temprano, simplemente asiento y escucho a mi padre reír con alegría.

Amo su risa.

—¿Tenía razón o no, abejita? ¿No es un hobby maravilloso?

«Sin duda. Igual te cuento que me cuestione un poco todo este tema de caminar entre las aves y los árboles luego de aquel incidente bajo las secuoyas y alguna que otra mancha blanca en tu chaleco nuevo...» Su carcajada me llena el alma. Río en voz alta mientras espero a que me conteste algo, pero el silencio llena de nuevo mi habitación.

Con un hondo suspiro, mis ojos vuelven a observar a la paloma: tienen mala reputación las pobres. Sin embargo, son las favoritas de papá. Como si lo supiera, desfila por el alféizar, balanceándose con mucho garbo: menea su cuerpo alado como una modelo lo haría en la más prestigiosa de las pasarelas francesas. No puedo evitar sonreír.

—No es que quiera juzgar tus modales...  Pero ¿sabías que si dejaras de comerte los almuerzos ajenos tu reputación mejoraría considerablemente? —Parece interesada en mi opinión, o más bien molesta por ella, ya que detiene su andar y me regala un gorjeo de lo más sospechoso antes de alejarse aleteando ofendida.

OlvídameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora