Capítulo 13: Un concierto en la cocina

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La maldita tormenta decide amainar para cuando mi ensopado cuerpo llega a los escalones principales de la puerta de entrada de mi casa

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La maldita tormenta decide amainar para cuando mi ensopado cuerpo llega a los escalones principales de la puerta de entrada de mi casa. Todo es oscuridad: la negrura de la noche cae sobre el barrio como una manta mojada.

Lo menos que quiero en este momento, es hacer enojar a mi madre, así que entro de puntitas hacia el vestíbulo tratando de pasar desapercibida.

Déjenme contarles que se pone bastante intensa cuando me desaparezco por horas sin mandarle ningún mensaje de texto, o llamarla para decirle que estoy retrasada. Llamarla... sí, claro. Eso nunca va a suceder. ¿Qué no entienden los adultos que odiamos hablar con ellos por teléfono?

Hasta ahora todo va viento en popa, ya estoy dentro de casa. La humedad del césped me ayudó a cubrir mi tambaleante cojera, y por un segundo creo que voy a salir victoriosa.

Si me apuro escaleras arriba, voy a poder ducharme antes de enfrentarme al Kraken (o sea, mamá).

Incluso puedo llegar a hacerle creer que he estado en mi cuarto todo este tiempo, durmiendo la siesta después de la escuela. Suena perfecto ¿no?

Lo único que debo hacer, es evitar que ella me vea en este estado deplorable: con mi vestido sucio que huele a lago y emociones encontradas. No puede presenciar como mi cabello embarrado se me pega a la cara como una segunda piel peluda. Le daría un ataque. Seguro pensaría que su hija se convirtió en un poltergeist.

Mientras me dirijo escaleras arriba, las muy cretinas crujen bajo mi peso.

—¡Estoy gorda, qué novedad! Lo entiendo, ¿okay? ¿Ahora pueden hacerme el mismísimo favor de no delatarme?

Mi mirada se fija en el pomo de la puerta de mi cuarto. ¡Está tan cerca! Unos pocos pasos más y todo saldrá bien. Empujo una mano temblorosa hacia delante para agarrarlo. Mis dedos se afianzan en él casi como la actriz de la película Titanic se aferró a ese pedazo de puerta flotante. Y como ella, estoy congelada: necesito esa ducha caliente como un corazón necesita un latido.

Intento girar la perilla sin hacer ruido, y casi termino de abrir mi puerta cuando escucho el crujir de la madera unos pocos escalones debajo de donde estoy petrificada.

Mi estómago da un vuelco, y mi respiración se torna superficial.

Es ella.

Ella está aquí.

Como un sabueso, olfateó mi llegada y estoy condenada. Con los hombros caídos de la impotencia, me doy vuelta y enfrento mi inminente penitencia. Ni bien nuestras miradas se encuentran, sé que estoy en problemas.

Mamá se ve exhausta, más cansada de lo habitual. Me entristece verla así, sabiendo muy dentro mío, que si no soy cien por ciento culpable de su estado, estoy lo suficientemente cerca de serlo.

También se ve furiosa, tanto que las comisuras de su boca son una línea recta.

«Mierda. Eso es muy malo».

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