Capítulo 16: La idea testaruda

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Hoy es domingo, y todo me molesta sin motivo aparente.

Mi cordura se está derrumbando: como un castillo de naipes, una sola brisa del destino, y terminará cayéndose hacia el rincón más oscuro de mi alma. 

Me entristece estar tan consciente de mi propio deterioro. Es imposible negar los miles de pensamientos erráticos que se dispersan dentro de mi mente como copos de nieve en medio de una tormenta.

El frío de las baldosas de piedra del patio traspasa mis pies descalzos: me hace daño. No es bueno para mis futuras raíces. 

Ya sé que papá desaprobó mi teoría de unirme a la tierra donde él descansa. Lo sé. Pero si me diera una oportunidad de explicarle que necesito respuestas, seguro entendería. Si eso sucediera, quizás este dolor que llevo clavado en mi pecho todos los santos días, podría dejarme libre.

Parpadeando bajo la luz cegadora del sol matinal, miro a mi alrededor. El descuidado jardín se ha convertido en un universo, y yo quiero unirme a su constelación.

Si consigo agradarle a las plantas y flores que me rodean, tal vez pueda conversar con ellas, inclusive puede que quieran contarme secretos de como papá está enraizado debajo de una cama de tierra.

Doy unos pasos tambaleantes hacia el roble más alto, y pongo mi mano derecha sobre su corrugada corteza irregular. Se deshace al tocarla: cae como una cascada polvorienta para encontrarse con los dedos de mis pies que ya están congelados.

¿Es así cómo se siente ser viejo y sabio? ¿Que te mantienes firme contra todas las tormentas habidas y por haber, hasta que un día colapsas bajo el más mínimo contacto, y sin ninguna explicación?

—No soy vieja, ni sabia, pero puedo identificarme con usted, señor roble —le susurro, presionando mi mejilla contra su tronco cálido y lleno de vida.

—Alba, mi amor, ¿qué estás haciendo aquí afuera? ¡Y descalza! Sabes que no es bueno para tu dolor de ovarios —chilla mamá con preocupación.

Ella cree que ha venido a rescatarme, cuando en realidad, está interrumpiendo una conversación importante. Estaba a punto de hacerme amiga del roble, seguro que luego de conocernos mejor, me hubiera explicado por qué papá hace horas que no me habla.

—Lo siento, ma. Tenía ganas de tomar aire fresco, eso es todo.

Sonrío inocentemente, con la esperanza de que me deje sola, pero ella me regala uno de sus gestos característicos de cuando no está convencida: el ceño fruncido, y una mirada de reproche.

Mamá nunca cae prisionera de mis sonrisas falsas. Maldita sea, nunca aprendo.

—¿Por qué no vuelves a entrar? Todavía te ves algo pálida, y considerando el estado en el que llegaste a casa anoche, si no te cuidas al máximo, puede que tengas fiebre al caer el sol esta tarde.

OlvídameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora