Capítulo 34: Clover y su trasero salvador

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Cuando éramos cinco, incluso los días de la semana eran una aventura

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Cuando éramos cinco, incluso los días de la semana eran una aventura.

Mis padres nos mimaban a más no poder, regalándonos desayunos increíbles con waffles decorados, y la especialidad de papá: el batido de frutilla con crema. Era tan delicioso. Le rogaba una y otra vez que me enseñara cómo prepararlo, pero él me decía que para conservar la magia no podía revelar la receta.

A papá le encantaba ser misterioso, convertir las cosas más comunes en únicas. Hacía de nuestras vidas algo especial.

Cuando él se fue, la alegría de mamá se desvaneció, enterrada debajo de una pesadez en el corazón, y un mar de lágrimas derramadas a escondidas en la despensa de la cocina. No hubo más desayunos familiares, fueron reemplazados por turnos extras en el hospital para poder mantenernos a flote. 

Los batidos de frutilla quedaron como un misterio sin resolver, al igual que la repentina ausencia de mi padre, o la razón por la que su corazón dejó de latir mientras manejaba de vuelta a casa.

A medida que los días se convirtieron en semanas, y estos en meses, nos acostumbramos a una vida sin color ni magia. Durante mucho tiempo observé a mi madre regresar de su trabajo luciendo agotada, sin ganas de conversar, o siquiera compartir unos momentos con mis hermanos y yo.

Uno de esos días, luego de abrir la puerta de entrada, se paró en el hall mirando la escalera donde la estaba esperando. Su mirada se encontró con la mía; abrió mucho los ojos y jadeó en shock.

Al principio no entendí su reacción, pero luego su mirada viajó hacia mi vestimenta mientras las lágrimas le comenzaban a rodar por sus hundidas mejillas. Entonces sí comprendí lo que estaba viendo: una chica con el pelo grasoso y descuidado, colgando a ambos lados de una cara que necesitaba un lavado con urgencia.

Sabía perfectamente que yo también me había dado por vencida, mi realidad se había vuelto demasiado "real" para manejarla. Era una adolescente a cargo de dos hermanos menores, mientras su madre trabajaba como esclava para poner comida en la mesa. Todo gracias a un giro repentino e incoherente del destino que parecía odiarme.

Nos quedamos allí las dos, congeladas en el pasillo tenuemente iluminado, midiéndonos la una a la otra con miradas derrotadas. Su maletín se deslizó de sus manos temblorosas, mientras sus hombros caídos se convulsionaban con fuerza. Los míos cargaban mil quehaceres, y una vida demasiado rota como para reaccionar de otra forma que no fuera bajar mi cabeza y sollozar.

—Alba, mi amor, perdóname —Recuerdo que me dijo, subiendo de dos en dos los escalones de madera gastada.

A la mañana siguiente, hubo tostadas y panqueques con jugo de naranja para el desayuno.

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