Parte 57

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Los gritos del águila que atravesaban la ventisca hasta llegar a nosotros sonaban intranquilos, ansiosos. Llegué a escuchar el batir desesperado de sus alas. Había acabado con ella dos veces y aquella sería la inevitable tercera vez. Yo lo sabía, ella lo sabía y aun así había acudido de nuevo a la montaña. Algo me decía que aquella ave estaba tan maldita como nosotros y, de la misma forma que yo estaba condenada a protegerle, ella estaba condenada a devorarle. Iba a bajar tarde o temprano a pesar de saber que yo estaba allí.

Y eso hizo.

Se lanzó en picado sobre nosotros. Me quedé quieta junto a Héctor, protegiéndole, tratando de centrarme y aparcar mis emociones, de sacudir el recuerdo de las veces que esa bestia hizo que me rompiera contra el suelo. Tratando de sacudir el miedo. Intentando controlar a la iracunda gorgona sedienta de sangre que no me dejaba pensar con claridad. Vi aparecer al águila entre la ventisca, apuntando sus garras hacia mí. Flexioné las rodillas y me aferré al mango del cuchillo, más preparada que nunca. Cuando estaba a punto de alcanzarme, rodé para esquivarla y me levanté saltando hacia ella. Casi logro caer sobre su cola. Ella lo vio y adivinó el peligro que corría dándome la espalda, así que se posó sobre la nieve, extendiendo sus alas y dando pequeños saltos mientras me amenazaba con sus garras. La esquivé para luego avanzar hacia ella y ganar terreno. Ella hizo lo mismo.

Comenzamos a trazar círculos sin perder de vista la una a la otra, atacándonos, esquivándonos, pero sin llegar a tocarnos. Observé sus descomunales alas que ocupaban casi todo mi campo de visión. Eran enormes, amenazantes. Podían golpearme, pero no hacerme daño. Apenas usaba el pico para atacarme así que no exponía su cabeza. El peligro estaba en sus garras, debía centrarme en ellas. Cada vez que las levantaba me intimidaba, cada vez que las apoyaba me daba una oportunidad.

Mientras seguíamos moviéndonos en círculos imaginé cómo me vería a través de sus ojos. Iba de negro, vestida con la ropa de mi tía. Las serpientes estaban ocultas entre mi pelo que se movía salvaje en todas direcciones sacudido por la ventisca. Para ella no era más que una mancha oscura sobre la nieve. Un pequeño y molesto cuervo que huía de sus ataques y no dejaba de hostigarla.

Así estuvimos un buen rato, midiendo nuestro alcance. Estudié sus movimientos. Nos atacamos a la vez y ella se asustó. Se echó rápidamente hacia atrás, calculó mal y estuvo a punto de darse la vuelta. Si lo hubiera hecho, si se hubiera caído sobre su espalda, sus alas habrían perdido utilidad y sus garras alcance. Así que lo provoqué. Salté hacia ella gritando, con toda la altura que pude alcanzar, ignorando el peligro, ignorando sus garras. Y lo logré. Se asustó, se echó para atrás y acabó con rabadilla sobre la nieve y las garras hacia arriba. No perdí el tiempo. Salté de nuevo, esta vez sobre ella, corrí sobre su vientre y mientras chillaba le clavé el cuchillo sobre uno de sus ojos, atravesándole la cabeza.

Mi error fue aferrarme al cuchillo y tratar de recuperarlo. La bestia se revolvió con rabia como nunca lo había hecho, zarandeándome, golpeándome, ejecutando a mi lado una danza macabra antes de caer muerta. Solté el mango y traté de huir, pero era tarde. Un ala me hizo caer de rodillas. Noté un golpe en la espalda y algo frío atravesando mi pecho.

Escuché a lo lejos a Héctor luchar contra sus cadenas hasta que un sonido metálico me indicó que se había liberado. Oí sus pasos corriendo, atravesando la nieve apresuradamente para llegar hasta mí.

Estaba pálido, ojeroso, como si acabara de ver un fantasma. No se había detenido ni a vestirse y miraba mi pecho con expresión de horror.

Cuando bajé la vista observé aterrorizada como una de aquellas enloquecidas garras me había ensartado con un talón. La punta curvilínea atravesaba el jersey negro sobre mi pecho izquierdo. Enorme, afilada y empapada en sangre. Mi sangre.

Cuervo (fantasía urbana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora