Prólogo

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«Un golpe de dados jamás abolirá el azar»

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«Un golpe de dados jamás abolirá el azar».
(Stéphane Mallarmé).

Los gemidos eran tan fuertes que se habían convertido en una tortura. Se esparcían por el aire y se perdían entre las cenizas del incendio y el olor a madera chamuscada. Aunque eran lo único que desafiaba al silencio en la inmensidad de la nada, ella hubiera preferido el silencio. El sutil e inabarcable silencio.

A lo lejos, el fuego violaba la intimidad de una casa y hacía que se deshiciera sobre sus cimientos. Las llamas danzaban alrededor de las habitaciones y se colaban en todo resquicio sano que encontraran. Todo olía a cenizas y muerte, todo olía a terror y a aire contaminado.

En medio del infierno, se oyeron pasos. Pisadas pequeñas pero firmes que revelaban la edad y el temor de su portadora. Pisadas que estaban acompañadas de una respiración entrecortada y de unos ojos desorbitados que miraban en todas direcciones para encontrar amigos. Y localizar enemigos.

A lo lejos, la ciudad se abría silenciosa e indiferente. El atardecer comenzaba a opacarse ante la noche, solo perturbado por el encendido y apagado de millones de luces artificiales, siempre víctimas de los caprichos humanos. Sin embargo, pese a toda esa calma autoimpuesta, nadie parecía haber notado las llamas de más de dos metros que bailoteaban a unos pocos kilómetros.

La niña suspiró y se detuvo. Intentó pensar en frío, pero el ambiente que la rodeaba era un verdadero hervidero. Tosió una, dos y tres veces. Algunas cenizas salieron de sus pulmones y le recordaron que estaba en peligro.

«Piensa rápido», se obligó mientras retomaba su carrera desesperada. Aunque se hubiera alejado de ellos, aún podía escuchar embestidas y gemidos que serían causantes de múltiples pesadillas. Sus ojos intentaron empañarse, pero ella no lo permitió. Necesitaba sus cinco sentidos si quería salir con vida de ese lugar.

Serpenteó entre los árboles, coqueteó con las raíces que se asomaban por encima de la tierra y esquivó a los animales temerosos que se cruzaron delante de ella para huir del incendio. Estaba tan concentrada en el camino de regreso que fue incapaz de notar una actividad anormal detrás de un arbusto. Un movimiento brusco pero sutil.

Una sombra. Un humano. Un enemigo.

Lo descubrió demasiado tarde, cuando las manos de este se ciñeron a sus tobillos y la arrojaron de bruces al suelo. Con la boca llena de sangre fresca y tierra recién removida, la niña solo pudo susurrar:

—Mierda.

Pronto abandonó los insultos para centrarse en la acción. De suerte —o de casualidad—, alcanzó a dar un giro para esquivar el filo del grandulón, filo que dejó una profunda cicatriz en la tierra. «Demasiado cerca», pensó aliviada mientras intentaba ponerse de pie.

El de los ojos de diablo desenterró el cuchillo con facilidad y se arrojó sobre ella como un lobo feroz. Ahora su rostro estaba coronado por una sonrisa turbia y unos dientes ansiosos de sangre. Una vez más lo intentó. Una vez más, y como si una fuerza misteriosa lo hubiera impedido, falló.

La niña aprovechó el traspié para continuar su huida. Una verdadera cortina de humo cubría todo el lugar y era el medio perfecto para escapar de ese hijo de puta.

Sus piernas hicieron todo el trabajo y sus pulmones contaminados por las cenizas acompañaron el resto de la odisea. Todavía necesitaría varios kilómetros para llegar a un lugar seguro, o a lo que ella consideraba un «lugar seguro».

En medio de la huida, se detuvo y se volteó. Fijó la vista en el horizonte e intentó buscar a sus enemigos. No había rastros del asesino del cuchillo ni del ladrón de gemidos ajenos. Mejor así.

La luna apareció en el horizonte, más imponente que nunca, mientras que las luces LED trazaron un camino eléctrico que la guió durante el resto del viaje. Mientras avanzaba, algún que otro conductor pasó por su lado y se preguntó por esa niña cubierta de tierra, sangre y cenizas. Sin embargo, luego de recordar que no tenía tiempo ni para sus propios problemas, la dejaba ir. Ella les agradecía el egoísmo con una media sonrisa.

Algunos perros la olfatearon ni bien adoptó el paso «civilizado» esperable para una «persona normal». Ella los dejó acercarse, consciente de que ellos la alertarían de la presencia de cualquier hijoputa que estuviera en los alrededores.

Inhaló y exhaló varias veces e intentó abandonar de una vez y para siempre esos ojos cargados de miedo. Ahora su salvación dependería de una máscara, de una mentira.

Por fin, se detuvo. Delante de ella se alzaron una casa con columnas blancas y rejas negras, un patio extenso y bien cuidado, y Acapulco 570 que estaba estacionada sobre la vereda. Se permitió mostrar los caninos e incisivos, en algo parecido a una media sonrisa.

Se acercó al armatoste metálico sin miedo y extendió la mano derecha. Su piel caliente en contacto con el frío del acero la hizo estremecerse.

De repente, oyó un grito y vio que una sombra agitaba la mano, amigable. Respiró profundo y recordó el plan que había ideado durante el camino. Entonces se acercó.

Ya había sido víctima durante toda la tarde. Ahora era el momento de ser jueza. Era el momento de establecer, de una vez y para siempre, inocentes y culpables.

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¡Adivinen quién está emocionado por mostrarles esta historia! ¡YOOOO!

Espero que el prólogo te haya llamado la atención y que me acompañes hasta el final de esta loca y hermosa aventura llamada Nadie sabrá lo que fuimos.

(No me hago responsable por tu estabilidad emocional).

¡Nos vemos el miércoles!

xoxo

Gonza <3

Nadie sabrá lo que fuimos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora