Capítulo 7

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Woody odiaba hacer mandados, aún más cuando Dylan y Sien se lo encomendaban

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Woody odiaba hacer mandados, aún más cuando Dylan y Sien se lo encomendaban. Pero allí estaba, con una bolsa ecológica en una mano y con el dinero achicharrado en la otra.

Salir de compras siempre le había parecido peligroso. Quizá su tendencia a estar todo el tiempo en casa le hacía ver amenazas inexistentes, pero él prefería caminar rápido antes que correr cuando ya era demasiado tarde.

Nuevos temores despertaban con cada paso que daba: secuestro, extorsión, un auto que le ofreciera golosinas, un perro rabioso o un vecino entrometido. Pero los verdaderos monstruos lo esperaban en casa. Unos monstruos capaces de todo.

Minutos después, arribaba al almacén de don Omar y hacía su pedido. Por fortuna, el hombre no hizo preguntas sobre su vida personal —que no hubiera respondido de todos modos— ni preguntó por sus presuntos padres. Solo hizo su trabajo: le entregó los productos y lo dejó ir en completo silencio. De yapa, le dio un pequeño chocolate.

Woody andaba cabizbajo, con la vista fija en las baldosas de la vereda, hasta que notó que una figura se acercaba. Sus sentidos se encendieron: su corazón comenzó a bombear sangre a todo su cuerpo y una buena dosis de adrenalina corrió por sus piernas. Estaba listo para huir. Pero se quedó estático al verlo.

Noah Schwartz venía de frente, con la mirada fija en un punto del horizonte. Caminaba sobre los empeines, con ese andar enfermizo que Woody detestaba, con ese andar enfermizo que Carrie había reconocido aquella noche. Portaba dos ojos rojos y unas pequeñas ojeras decoraban su rostro. Lucía agotado de tanto llorar y también un poco preocupado; sin embargo, se mostraba imperturbable como una estatua de mármol. Una estatua de mármol a punto de quebrarse.

Pero había algo más: Noah no llevaba el uniforme de la Secundaria Nixon, sino una camisa blanca y una corbata roja, una típica combinación de película americana. En su espalda cargaba una mochila repleta de libros, los nuevos libros de su nueva escuela.

Woody juntó fuerzas y sacudió la mano para saludarlo. Noah simuló no verlo, pero el momentáneo temblor de sus labios lo delató. Después de eso, nada. Cuando ambos se cruzaron frente a frente, jugaron a ser dos desconocidos.

Luego, Noah comenzó a correr. Y Woody no supo más de él por el resto del día.

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El tiempo murió en manos de Woody, gracias a una caja de pinturas y a unos cuantos pinceles. Horas después, observó el resultado con orgullo: un león mitad blanco y mitad negro caminaba sobre un cuarto del planeta Tierra, rodeado de una noche que le hacía compañía. Pero faltaba un detalle: los bigotes.

Woody hurgó en todos los bolsillos de su campera, pero el maldito pincel tamaño cero no apareció. Revisó los estuches, los demás pinceles, la hierba e incluso se pellizcó a sí mismo para saber si eso era real. Nada funcionó.

Aún calmo, fue a la Acapulco y revisó su habitación. Corrió muebles, desacomodó sábanas, profanó cajones. Nada. El pincel tampoco apareció.

Bajó a la otra planta de la cucheta y destendió su cama. Allí encontró algo, pero no lo que buscaba: una pequeña nota de no más de diez centímetros de largo, coronada con una esvástica roja pintada con crayón. Era un dibujo trémulo, como el que haría un niño inexperto. «O una niña», se apresuró a concluir.

Se secó las manos para no empapar el papel de sudor. Recién entonces lo abrió. El contenido solo hizo que se estremeciera aún más.

«Si vas a la casa abandonada de la calle Richards a las once de la noche, recibirás un mensaje importante. Supongo que ya sabes que no puedes hablar con nadie sobre esto.

Un amigo o un enemigo».

De pronto, Woody miró en todas direcciones para sorprender a un posible enemigo. Adentro no había nadie.  Afuera tampoco. Afuera todo seguía su ritmo normal, como si nunca lo hubieran amenazado de muerte. Adentro solo se oyeron sus pasos y el sonido que hizo al guardarse el papel en el bolsillo.

No había señales de forcejeo en la cerradura, ni mucho menos en las ventanas. Woody recordaba a la perfección el momento en que había abierto la Acapulco porque la llave se le había trabado un poco. Insultó en voz alta: la verdad siempre había estado frente y jamás lo había notado.

Cruzó el portón, irrumpió en el comedor de la casa de su tía y buscó con la vista el llavero de la familia. Allí estaba, tan imperturbable como siempre. Nadie lo había robado o, si lo había hecho, lo había regresado a su sitio. Woody bufó con fuerza. Debía tomar una decisión. 

Sus dedos se toparon con la nota del desconocido. A los pocos segundos, Woody exploraba la esvástica, casi como si quisiera arrancar la verdad entre medio de tanto crayón rojo. Cerró los ojos y asintió con fuerza. Iría a la casa esa misma noche.

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Fue una aparición tan fugaz que nadie lo habría notado. Solo que Nora sí lo hizo. Ahora su índice apuntaba en dirección a la figura, que los vigilaba detrás de un auto negro.

Robin fue la primera en voltearse: los ojos de ambos hicieron un extraño contacto visual. El tipo llevaba dos pañuelos —uno ocultaba su rostro y otro, su cabello—, pero aun así notaron que sonreía. Tenía la vista fija en Nora y una mirada de «serás mía» que los hacía estremecerse.

Permaneció estacionado un largo rato, siempre con el motor encendido, listo para desaparecer cuando fuera necesario. Paris y Woody lo observaron con una curiosidad casi exagerada. La sombra repartió un ojo para responderle a cada uno.

—Llama a la policía —Robin le susurró a Chris—. Las cosas se pondrán feas.

Chris ya había tomado el teléfono cuando una bala salió desde el auto y le arrebató el celular. Su iPhone se estrelló contra el cemento con un fuerte crujido.

Todo el vecindario permaneció igual de calmo: el mafioso había usado silenciador. Ni siquiera los perros, quizá drogados, quizá dormidos, reaccionaron al escuchar el impacto. El tipo sopló el arma con orgullo y volvió a apuntar.

Entonces los cinco entendieron la gravedad de la situación. Y corrieron.

Woody alcanzó el portón y batalló con la llave durante unos segundos que parecieron horas. Del arma salió otra bala e impactó cerca del tobillo de la niña. Robin ahogó un grito de horror y se colocó delante de ella. Su secreto podría morir; ella también.

Pero la eterna cadencia mortal se detuvo de pronto. Sin previo aviso, el tipo presionó el acelerador a fondo y se perdió en las calles de la ciudad. Detrás quedó el polvo de los neumáticos y cinco muchachos aterrados.

El cerebro de Woody fue rápido e intentó localizar el número de matrícula en medio de la humareda. No lo encontró: el auto no tenía matrícula.

—Hijo de puta —masculló al ver que el plan le había salido a la perfección.

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¡Heyyy! Hoy estamos con horario de Canadá, algunas horas atrasadas :) Este escritor no merece tomates, ¿verdad? *Hace puchero*.

¡Espero que el capítulo les haya gustado!

¿Qué opinan de Noah?

¿Del autor del mensaje misterioso?

¿Y de la sombra armada?

Empiecen a prestar atención porque la cosa se pica. A partir de ahora, la intensidad aumenta.

¡Nos vemos el sábado!

Gonza.

Nadie sabrá lo que fuimos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora