CAPÍTULO XXIII

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Enamorarse de Elizabeth Bennet era un camino solo de ida. Era como adentrarse en un laberinto del que no se podía escapar jamás y cada callejón sin salida era una razón para seguir prendado de ella.

Cuando Darcy llegó a Hertfordshire la primera vez no tenía ninguna expectativa fuera de la población de perdices y ciervos para cazar. Había consentido ir con su amigo para alejarse de la sociedad londinense que le desagradaba tanto como la sociedad campestre. Al menos en la provincia tendría nuevos lugares amplios por los que pasear, cabalgar y unas merecidas vacaciones de reuniones sociales banales a las que solo asistía para complacer a sus conocidos.

Por su puesto que en el campo habría mujeres casaderas que estarían sobre él y Bingley, como en todo lugar; pero sería un número reducido y no las señoritas Jones, Linder, Smith, Brown, David y muchas otras de las que ya estaba harto hasta la médula.

Nunca se había imaginado lo que le pasaría al llegar, era obvio que el señor Darcy no estaba acostumbrado a ser rechazado o si quiera ignorado.

Por muy antipático que se comportara la gente de la cuidad lo era todavía más, por lo que se sorprendió un poco cuando los campestres comenzaron a murmurar de él y a evitarle en lugar de insistir hasta la saciedad por su atención, como hacía por ejemplo Caroline Bingley.

A los del campo les tenía en tan baja estima que se tragó su vanidad herida y se mantuvo impasible a pesar de eso.

Hasta...
Bueno, hasta que se dio cuenta de que había una personita irritante que también lo trataba como parte del mobiliario.

Elizabeth Bennet no era bonita, no era agraciada ni encantadora. Ese era el mantra que se repetía una y otra vez durante sus primeros encuentros. Sus ojos eran atrayentes; pero solo eso estaba dispuesto a concederle. En esas reuniones en las que coincidían la juzgó de inteligente, inoportuna, insolente, prudente, elocuente y muchas cosas más.

Pasó muy poco hasta que se dio cuenta que nada de ello importaba, pues su cerebro podría criticarla y sus ojos juzgarla, pero no era posible negarse a sí mismo que estaba embebido por su presencia y le molestaba no poder hablar con ella de forma directa para descubrir sus imperfecciones y desencantarse de una buena vez de sus ilusorios atractivos.

Cuando apareció en Netherfield con las faldas de barro y las mejillas encendidas, el pobre señor Darcy ya estaba perdido, aunque se empeñó en resistirse por meses después de ello.

No había forma, era impensable, imposible, inconcebible que Elizabeth Bennet no estuviera interesada en él. Si era de esa forma entonces ¿por qué ella lo ignoraba cuando él la ignoraba? ¿Cuál era su estrategia para pescarlo?

Debería intentarlo pronto, ¿Quién sabe? Tal vez le prestaría algo de atención antes de alejarse de ella. ¿Le parecía gracioso burlarse de él? Que lo hiciera antes de que abandonara el condado porque una vez subiera a la carroza camino a Londres con sus maletas, no volvería nunca sabiendo que la misma Eva, la tentación en persona vivía a las afueras de Meryton.

Siguió pensando en esto hasta el día que la vio al lado del señor Wickham mostrándose enfadada al ver que él no le saludó. ¿De qué lado estaba? Reunió todas sus esperanzas en la perspicacia de Elizabeth para obligarse a creer que ella se daría cuenta de que ese hombre era un fraude. Hasta que en el baile de Netherfield Park se dio cuenta de que este la había embaucado igual que a todos los que conocía.

"Es hora, es una buena razón. Detéstala ahora" - se exigió a sí mismo. Pero su Darcy interior estaba tan ofuscado con Elizabeth cómo ella lo estaba por Wickham.

Al día siguiente cuando de verdad partió a Londres se juró que se olvidaría de ella, como recitaba su plan inicial. Pero maldito Bingley, cada vez que suspiraba por la hermana mayor le provocaba a él suspirar por Elizabeth.

ORGULLO Y PREJUICIO - Aceptando la propuestaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora