Capítulo 18

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—Me lanzaba cosas, rompía botellas contra mí, me obligaba a arrodillarme sobre los cristales

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—Me lanzaba cosas, rompía botellas contra mí, me obligaba a arrodillarme sobre los cristales. —Midori tragó en seco e hizo una necesaria pausa. Sus ojos perdieron vida a medida que los recuerdos la fueron atacando. Escondió su cabeza en el cuello de su padre, buscando el calor que él le transmitía—. Me obligaba a hacer cosas y si no le gustaba me castigaba de nuevo. Tenía un cinto con el que me daba mi merecido por mala hija. Los señores con los que andaban apagaban unas cosas calientes contra mi cuerpo. Y...

—¡Sufiénciente! —exclamó Manjirō, sin percatarse tan siquiera del tono autoritario que había empleado. No podía seguir escuchando más. Durante unos segundos se quedó inmóvil, abrazando a la pequeña. Tratando de calmar su tembloroso cuerpecito.

Mirai estaba horrizada. No podía comprender como una madre podría llegar a hacerle eso a su hija. Había examinado a Midori cuando llegó, y si bien solo quedaban las cicatrices, recordaba a la perfección todas las heridas que poseía la niña.

Moretones y ematomas extendidos por todo el cuerpo, sobre todo en la zona del estómago, lugar donde eran aún más intensos; explicados con los castigos, golpes y cintazos que debía recibir. Varias cortadas en los pies y las manos, algunas más grandes que otras, incluso tenía dos o tres en el cuello y cara; debía ser a raíz de los arrebatos de furia de Honoka, las torturas con los cristales y sabrá Dios que otra cosa. Además tenía quemaduras de primer grado, producto de los cigarros que apagaban contra Midori los machotes que se buscaba la puta de su madre.

La castaña se arrodilló junto a Manjirō y depositó una mano en la espalda de la pequeña.

—Ri-chan... —llamó con voz dulce. Por un segundo la sorprendió que los otros dos se quedaran anonadados al mirarla, pero lo comprendió rápidamente al percatarse, a través de una fría sensación que recorrió su rostro, que de sus ojos descendían lágrimas. Ella también estaba llorando. Se sentía impotente, débil y furiosa. Esa no era su hija, y no se conocían desde hacía mucho, pero Mirai realmente había llegado a considerarla su familia. La amaba, y cuando amas a alguien sientes su dolor—. Tú no eres mala hija. La mala madre es ella.

A Manjirō se le rompió el corazón en mil pedazos tras escuchar aquello. Esos pedazos se clavaron en su piel y la desgarraron cuando sintió romper en llanto a la pequeña Midori.

Él no sabía muy bien que sentía en ese momento ni cual emoción estaba por encima de la otra. Le dolió hasta el alma no haber sabido que su hija existía antes y haberla dejado pasar por todo eso. Se sintió culpable porque tal vez el podría haber cambiado algo. Pero más que nada, estaba molesto, sentía que por sus venas ya no corría sangre, que solo había irá, trasladándose de un lado a otro de su cuerpo, obligándolo a hacer lo siguiente.

Separó a Midori de sí, con los ojos apagados. Se puso en pie lentamente y, sin decir nada comenzó a caminar. Hizo las manos puños, de tal modo que terminó sacándose sangre. Tomó rumbo a la puerta sin importarle nada.

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