Dieciocho

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—Milosh —musitó con suavidad.

Cuando Aurora leía en sus libros las descripciones impresionantes de dioses griegos, hablando de ellos como seres tan hermosos que hacían al mundo contener el aliento al verlos, ella pensaba en los Harvet. Pues, cada uno de ellos poseía una belleza increíble —con aquella prominente altura incluso en las mujeres, la palidez, los rasgos afilados y los ojos negros— era como si sus facciones fuesen talladas por escultores del Olimpo, las de las féminas tocadas por Afrodita y la de los varones envidiadas por Adonis... y Aurora era quien perdía el aliento al verlos.

Los gemelos, Milosh y Nish, no eran la excepción a ello. Con sus cabellos negros y rasgos endurecidos, eran tan ridículamente bellos como cualquiera de los Harvet —solo que, a ojos de Aurora, nunca ninguno de ellos sería tan hermoso como Azael—. Eran hijos de Easton Harvet y hermanos mayores de Ría. Lo único que los distinguía entre ambos era que, mientras Milosh tenía el rostro desprovisto de marcas, solo mostrando la piel tersa y blanca, Nish tenía las mejillas llenas de pecas. Pequeñas e imperceptibles, solo visibles cuando se le veían de cerca; casi como si se tratara de un toque ligero que le dio Eros antes de que naciera, pintándole las mejillas con la punta de los dedos.

Pero, ellos tenían otras diferencias. Aurora podía distinguirlos por la forma en la que la miraban. Porque había algo protector en los ojos de Milosh cuando la veía —más que amabilidad e instinto familiar, era como si Milosh viese en Aurora una fina muñeca de cristal. O, tal vez, él sabía que era tan quebradiza como una— y en cambio, Nish solo la miraba como si pudiera ver a través de ella. Como si supiera lo que Aurora escondía tras el rubor de sus mejillas y sus ojos verdes.

En los ojos de Milosh había tibieza, en los de Nish secretos.

—¿Dónde estabas, muñequita? —él le preguntó suavemente, inclinándose hacia ella. Le apartó los cabellos del rostro, rozándole con las yemas de los dedos. La miró con cuidado y Aurora se percató de lo que él le hablaba: su desaparición, cuando ella se apartó de ellos y no se acercó en un largo tiempo, luego de que sucediera aquello en la puerta del comedor... cuando Azael la había lastimado ante todos.

Ella se encogió en su sitio por instinto cuando recordó. Apartó los ojos de Milosh, exhalando apaciblemente.

—Yo, yo... —balbuceó bajito, sacudiendo sus pestañas. Cuando alzó los ojos para mira al chico, había algo nubloso en los iris verdes. «Me estaba escondiendo» quiso decir, tornándose filoso y encajándosele en el pecho cuando lo pensó.

Sin embargo, Milosh la observó en silencio. Tensó el rostro y apretó la mandíbula, frunciendo el ceño casi como si supiera lo que ella pensaba. Y se inclinó, cerca, inspeccionándola con los ojos negros. Envolviéndola en la sensación familiar y fría —naturalmente— que le brindaban cada vez que un Harvet la miraba; era como si ella pudiese sentirse protegida junto a ellos.

—No tienes que esconderte de nosotros —musitó él, entonces, en voz baja y tensa. —No lo hagas. Somos tu familia.

Y Aurora tuvo que contener el aliento. Cuando ella lanzó una mirada hacia un lado, siendo recibida por la imagen de Thomas y Ría hablando en susurros, mirándose a los ojos... ella pensó que tal vez era por ello —por ser su familia— que tenía que esconderse.

Sin embargo, solo sacudió la cabeza, asintiendo levemente. Y devolvió sus ojos a los negros, sus comisuras temblando en un intento de sonreírle al chico. Ella lo miró delicadamente bajo la sombra de sus pestañas y rizos rojos, susurrando al final:

—¿Quisieras ser mi acompañante para el baile de la abuela?

Y Milosh suavizó su gesto, casi de una forma imperceptible. Asintió, acercándose para besarle la frente —de esa forma fraternal y cariñosa, como si Aurora se tratase de su hermana. No como Azael. No como si fuesen...-.

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