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—¿Qué te apetece pedir para cenar?— Rafael me soltó aquella frase como si nada según entré por la puerta, pero estaba cargada de connotaciones para mí, era algo que yo asociaba a las parejas que llevan mucho tiempo en una relación de convivencia e...

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—¿Qué te apetece pedir para cenar?— Rafael me soltó aquella frase como si nada según entré por la puerta, pero estaba cargada de connotaciones para mí, era algo que yo asociaba a las parejas que llevan mucho tiempo en una relación de convivencia estrecha.

—¿Quieres pedir algo?— no es que no aprobase la idea, más bien estaba tratando de procesar la información sin que me diese un ataque de miedo al compromiso y al mismo tiempo trataba de quitar la correa a Tormenta que no paraba de tirar para dirigirse a su cuenco de agua.

—Oh, eres más de cocinar tú misma.— tuve que aguantarme la risa al ver que no era una broma.—Me encanta la alta cocina, incluso tomé clases en el IFSE Culinary School y de vez en cuando ayudo a nuestro chef.

—Bueno, creo que estamos acostumbrados a cosas muy distintas.— traté de suavizar el golpe al ver cómo se metía en la cocina yendo directo a la nevera.

—Santa Madonna mia!— exclamó al ver el interior de mi frigorífico. Traté de pensar rápidamente qué podía haberle causado tanta impresión, me decanté por el medio limón que llevaba más de un mes envuelto en papel de plata, es posible que estuviese tomando vida propia.

—¿Qué ocurre?— quería salir de dudas para no dar por hecho que lo había visto y descubrirle una nueva pesadilla culinaria, como las diferentes salsas a medias que ocupaban todo un estante en la puerta.

—Esto es un insulto.— sacó una pizza precocinada de sabor cuatro quesos.

—Deberías ver cómo me queda la pasta.— reí pero él se lo tomó como un ataque directo hacia su patria y no dudó en venir hacia mí.

—¿Qué le haces a la pasta?— colocó sus brazos a los lados de mis caderas dejándome pegada a la encimera.

—No sé calcular las raciones y acabo haciendo pasta para cinco.— admití con una sonrisa y él apretó su pelvis contra la mía.— Después me tengo que pasar una semana comiendo macarrones.—apretó un poco más.— Y da igual cuánto tomate eche a los últimos, son lo peor.

—No puedo permitir eso.— besó mi cuello dulcemente.

—¿Y qué vas a hacer?— di un saltito y me senté sobre la encimera rodeando su cintura con las piernas.

—Pues...— contra todo pronóstico se apartó y volvió con la nevera.—¡Oh!—exclamó emocionado sacando un par de lechugas romanas del cajón de la verdura que estaba básicamente vacío.—Parece que tienes algo fresco después de todo.— me limité a sonreír. Las había comprado de casualidad, motivada por una oferta en el super y el hecho de que hubo un momento en el que dentro de mi carrito de la compra solo había botellas de alcohol y comida precocinada.

—¿Cenaremos ensalada?— no estaba acostumbrada a ello, pero Rafael estaba muy motivado y ya estaba sacando dos pechugas de pollo ante las miradas atentas de mis perras.

—Ensalada César.— aclaró.

Fue colocando los ingredientes necesarios en la encimera a mi lado; la lechuga, el pollo, un huevo, queso, aceite, anchoas en conserva, un diente de ajo, picatostes (aunque se quejó muchísimo de no tener tiempo para hacerlos él mismo), sal, pimienta y un par de las salsas abandonadas.

—No, este no.— cuando dejó el medio limón con los demás ingredientes, me apresuré a tirarlo a la basura. Rafael no hizo preguntas y sacó otro que estaba entero.

—No veo tomates cherry, ¿tienes tomate normal?— asentí y conseguí encontrar un cartón de tomate triturado en la alacena.—Madonna mia.— negó con la cabeza.

— negó con la cabeza

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El negocio familiarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora