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Robert Harper prefería estar en su casa acompañado de un buen sixpack de cervezas, viendo un programa cutre en la televisión y con Magnus, su rottweiler alemán, echado a los pies de su cama.

Si.

Era viernes. Tenía treinta años. Se suponía que era joven y debía disfrutar de esa época, pero después de una agotadora semana revisando montañas de expedientes de un caso sin sentido, estaba prácticamente hecho polvo.

No tenía ánimo ni genio para reunirse con sus antiguos compañeros de universidad ese día en específico.

Suspiró con cansancio y decidió abrir la puerta de su auto. Cuanto más lo pospusiera, peor sería, pensó. Era la tercera vez que lo invitaban en lo que iba del mes.

¿Pero qué diablos le pasaba a la gente?

Agosto siempre era el mes de más trabajo. De hecho, en el Departamento de Policía siempre había mucho trabajo. Lo menos que quería era aparentar un estado de despreocupación que en realidad no sentía. El expediente de un asesino en fuga lo tenía con los pelos de punta. 

Debía reconocer que, desde su ascenso, un año atrás, su situación había mejorado con creces. En la unidad de criminalística, donde era el jefe de la división, los casos que debía llevar eran horribles. Había estudiado para enfrentarse a los crímenes más atroces, sin embargo, luego de diez años, sentía que su ciclo estaba más que concluido allí. Le pidió a su jefe un traslado y lo que recibió fue un ascenso.

Ahora era el detective Harper.

¿Había dejado de ver asesinatos y escenas sangrientas?

Desgraciadamente no.

Su consuelo radicaba en que ya no debía levantar cuerpos y revisarlos. Prefería dedicarse a buscar pistas e interrogar sospechosos. El trabajo duro se lo dejaba a su compañero, Mike Odell.

Salió del auto con lentitud y estudió la calle arriba y abajo, una costumbre de su labor policial. Sabía que la zona era segura, era de las más lujosas de la ciudad, pero su instinto de protección nunca lo dejaba bajar la guardia.

Acomodó su gabbana y caminó los pocos metros que lo separaban del bar. Ya había visto entrar a uno que otro conocido, pero hasta el momento ninguno que pudiera recordar como un amigo en aquellos días de estudio.

Al entrar al lugar, el calor lo recibió con gusto, si bien no era una estancia tan pequeña, todos parecían estar atrincherados allí. Había música ambiental que apenas se notaba por las voces y gritos de los clientes. La zona del billar estaba repleta debido al mini torneo que se celebraba todos los fines de semana en el pub y la barra principal desbordaba de gente pidiendo tragos.

—¡Eh, Harper! —escuchó que lo llamaban. Encontró a unos cuantos de su generación en una de las mesas del fondo. Si bien se habían visto una que otra vez a lo largo de esa década, nadie había tenido un cambio drástico. Robert podía reconocerlos a todos con facilidad si le dieran el antiguo anuario.

—Buenas noches —saludó en general a los presentes. No supo la identidad de muchos. Por lo menos eran unas quince personas agrupadas en el espacio, supuso que alguno había llevado a otros conocidos, había mujeres y hombres que no tenía ni idea de quién eran. En la mesa había varias jarras y botellas de cerveza, unas llenas, otras vacías. Recordó que llegaba dos horas más tarde de lo acordado por lo que ellos ya habían avanzado bastante. Había postergado el momento lo más que pudo, hasta que Mike lo persuadió de tomarse unos tragos con sus excompañeros. En consecuencia, ellos le llevaban mucha ventaja.

—Venga, Harper. Únete a la fiesta —le dijo Sanders mientras le ponía una pinta en la mano y lo invitaba a sentarse a su lado. Sanders estaba borracho. Sanders y él se habían odiado desde el primer año de universidad y aún tenían un poco de tensión después de que Harper le ganara para resolver un caso de hurto y asesinato en primer grado. Sanders era un idiota y Robert no lo soportaba.

Flores para AbbyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora