Capítulo 4.

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18 de octubre, 1939.

Ya se me estaba haciendo costumbre escuchar pláticas ajenas, pues encerrada en casa sin poder salir y con el horrible pensamiento de que podría estar muerta en cualquier instante, me quitaba todas las ganas de salir. Me escondí detrás del pilar que había en la cocina al oír discutir a mis abuelos, que lejos de preocuparme, me provocaban una ternura extrema. Asome lentamente la cara para mirarlos.

— ¡Quiero el divorcio! — Dijo mi abuelo. Fruncí el ceño.


Gritaba el dulce anciano una y otra vez exigiendo el divorcio frente a mi abuela, tratando de ser y verse serio y demandante, mientras que de sus ojitos cansados y viejos salía una lágrima que resbalaba hasta sus arrugados pómulos. — Ya no te quiero. — Sentencio.

— ¿Pero qué dices, anciano insensible? — Grito mi abuela tiernamente frente a él.
El color blanco comenzaba a inundar su rojizo cabello, su piel arrugada y blanca, sus ojos azules, hermosamente azules, el viejo la veía igual de hermosa cuando la conoció hace cincuenta años.

— Lo que oyes. Ya no te quiero, y quiero que te marchas lejos de mí — siguió el pobre anciano tratando de convencer a su esposa y a el mismo de lo que decía. Realmente no era así, realmente la amaba igual que siempre, quizá un poco más pero no quería que su esposa pasará por esto, no quería que la guerra la matara.

— Ya entiendo. — Dijo mi abuela. — Tu lo que quieres es que me aleje de ti, para que no te vea, pasar por todo esto. Pero no. — lo decía mientras reía y señalaba con el dedo. — No quieres que te vea llorar, cobarde. — Sentencio y mi abuelo bajo la cabeza. — Vamos, no seas cobarde. Nunca te dejaré, bribón. Porque te amo. — Sentencio con lágrimas es sus viejecillas pupilas. El viejo comenzó a llorar de nuevo. Yo también.

— Vamos, Edna. Es en serio mujer.

— Francis. — Sentencio la anciana con hilo de voz. Se acercó a él y ella tomo sus arrugadas mejillas en sus huesudas manos.

— Eso nunca va pasar. Tú eres mi vida. Jamás te dejaré solo. Nunca, entiéndelo.

— Edna, tengo miedo de quedarme solo. No se vivir sin ti.

Sentencio mi abuelo. Ambos estaban llorando, uno frente a otro, cubrir mi boca con la mano y apreté los ojos.

— Siempre has sido un llorón— dijo mi abuela. — Y es lo que más amo de ti.

— ¿Que pasara cuando alguno de nosotros dos le falte al otro? — pregunto el viejo.

— Siempre estaré en todos lados, cada que me recuerdes Francis, siempre y para siempre.

Ambos ancianos se tomaron de las manos y sellaron su pacto con beso, un picó tierno y dulce, mientras que ella recargo su cabeza en el hombro del anciano.

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La Sombra Del Holocausto.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora