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Volvía a caer la noche en aquel bosque tan lúgubre mientras Volkov caminaba delante del menor en completo silencio, y aún así, por alguna extraña razón, Horacio se encontraba tranquilo.

Sentía como si se hubiera creado una esfera a su alrededor en la que el único sentimiento que parecía albergar era la calma, ni siquiera le importaban los radioactivos en aquel momento. Todo parecía ir bien en aquella Incursión y el de cresta sonreía alegre por ello. Bajó la mirada para ver las grandes huellas que iba dejando su compañero delante de él, jugando a pisarlas sin tocar el resto de la tierra. Pero cuando volvió a levantar la vista, todo aquel ambiente de paz se desvaneció. Volkov ya no estaba, y la oscuridad era casi total. Un escalofrío recorrió su cuerpo al empezar a escuchar los gemidos de dolor de los radioactivos, los cuales parecían acercarse cada vez más, por lo que, desesperado, echó a correr hacia donde creía que era el camino. La ansiedad se había instalado en él tal como le había pasado en su primera Incursión, pero, esta vez, el aire desaparecía más rápido de sus pulmones. Sentía que se ahogaba, sin embargo no dejó de correr.

De un momento a otro se sintió chocar con algo, cayendo al suelo en consecuencia. Los ruidos desaparecieron de golpe y una luz cenital se hizo presente, descubriendo el obstáculo con el que se había topado.

—¿Q-que...?

Observó a un niño de pelo y ojos castaños, no mayor de diez años, que se abrazaba con fuerza a un oso de peluche en frente suya. Parecía triste y asustado. Horacio tardó un poco en procesarlo, pero sus ojos se abrieron como platos al reconocer a aquel niño. Se trataba de un reflejo de él mismo, pero ¿cómo era posible?

De pronto, el espejo que le estaba enseñando a aquel pequeño se multiplicó alrededor del de ojos bicolor, y el niño desapareció para dar paso a la imagen actual de Horacio.

—Hijo...— escuchó un eco entre lamentos mientras un escalofrío le volvía a recorrer.

Reconocía aquella voz, pero por mucho que buscara el origen tan solo se veía a él reflejado en los numerosos espejos.

—¿Mamá?

Entonces los lamentos se tornaron en agónicos gritos que alertaron al Inmune.

—¿¡Mamá!?

Desesperado, se acercó al primer espejo que vio y empezó a golpearlo, tratando de romperlo para poder salir. En cuanto consiguió quebrarlo, los gritos pararon, por lo que, expectante a lo que ocurriría a continuación, se quedó quieto. Si seguía golpeando el espejo conseguiría salir, pero algo le inquietaba de aquel silencio.

De pronto el espejo se rompió con fuerza, haciendo que Horacio cayera hacia atrás del impulso.

—¡Es tu culpa!— escuchó.

En cuanto se quiso dar cuenta, la mujer que le hablaba apareció delante y se le tiró encima.

—¡No, mamá!

Los castaños ojos de la mujer le miraban con odio, pero lo que más aterrorizó al menor fue ver la piel putrefacta y las deformidades de la que parecía ser su madre. Sintió la sangre de sus heridas caer sobre su cara, por lo que cerró los ojos con fuerza, notando así cómo alguna que otra lágrima le delataba.

—¡Mira lo que me has hecho!

Horacio sentía sus brazos fallarle, no podía aguantar durante mucho más tiempo los ataques de su madre.

—¡Lo siento!— gritó en llanto— ¡Lo siento mamá!

¡Mamá!

—¡No!

ɪᴍᴍᴜɴɪᴛʏ |Volkacio|Wo Geschichten leben. Entdecke jetzt