XLII

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ADLER

La desazón, y la angustia de verle tan frágil le estaba matando lentamente.

La última vez que la percibió de esa manera tuvo el arrebato más hermoso.

Casarse a escondidas.

Algo de lo que nunca se arrepentiría.

Era consciente de que en ese momento no era tan simple.

Su mujer se veía demacrada.

Con ojeras acentuadas, y una tristeza en su faz que nunca había distinguido.

Salió de la estancia cuando el médico, que para fortuna estaba de paso por la zona para revisar a los trabajadores y arrendatarios, fue a su encuentro sin siquiera pedírselo dos veces.

Pese a que Freya le ahuyentó la última vez que se toparon.

Definitivamente era un hombre con principios, y muy profesional.

En todo caso, no le pareció descabellado que hiciese ese tipo de concesiones al atender a la familia desde que era muy chica.

Se encerró con está, pidiendo encarecidamente que no le interrumpieran, así escuchasen gritos de su parte.

Ya conocía a la desquiciada de su esposa, así que no le importó que hiciese ese comentario, con tal de oírle blasfemar en su nombre.

Se dirigió al despacho.

Dejando a Alex al pendiente de cualquier cosa.

Con postura abatida.

Pasándose las manos por el rostro, se adentró al despacho.

No le importó, ni se percató de que todas las miradas de los hombres que se hallaban en el sitio se posaron en su ser. Al igual que de la rubia.

Se recargó en la silla más cercana, dejando salir un suspiro que le fisuraría un poco el alma a quien lo viese tan derrotado.

El silencio era denso.

Ni siquiera las respiraciones se escuchaban.

—No soy el indicado para cuidarle —soltó después de un rato, en el que los pensamientos le estaban pasando la cuenta.

Él sabía perfectamente que solo le causaría problemas.

Debía dejarle ir, pero si se lo planteaba le daba pavor perderle para siempre.

—No sabias que esto ocurriría —uno de los de la sala se atrevió a acercarse, y posar su mano en el hombro de este —. Pese a que sabemos de lo que es capaz ¿Cómo premeditar que llegaría hasta aquí? Y todo porque un par de hombres influyentes se dejaron afectar por las artimañas de una pequeña, e indefensa mujer —los mencionados fulminaron con la mirada al que se atrevía a blasfemar de sus capacidades.

—Incumplí la promesa que le hice, debe estar odiándome —se apreciaba desesperado —. La aparté de mi lado, y le encerré en contra de su voluntad —suspiró con pesadez, ignorando la disputa que se estaba efectuando en sus narices.

—Ella lo entenderá —volvió a su labor de consolarle —. Conoces sus ímpetus, y es solo cuestión que le muestres esa cara de enamorado arrepentido, y ella te perdonará hasta que hallas querido defender a la que fue mi esposa —en otro momento ese comentario le hubiese afectado, pero ahora lo único en lo que pensaba era en su salud.

Que estuviese bien.

—Es mejor que alguien le diga la verdad, en vez de querer alentarle con palabras falsas —nuevamente la voz de la rubia hizo acto de presencia, no dejándose intimidar ni un ápice por la mirada fulminante de Sebastien, al cortarle de aquella manera tan abrupta —. Claro que lo perdonará Milord —se acercó hasta quedar a unos cuantos pasos de su entidad —. Pero, nunca se le olvidará el dolor que sintió en su pecho, cuando sin escuchar sus suplicas le dio la espalda, dispuesto a aceptar que fuese alejada de su lado —¿Qué? —. Se entiende, se perdona, pero no se olvida —entornó los ojos al apreciar esas palabras dichas mirando al pelinegro a su costado —. Porque es una marca de por vida el saberse insignificante ante los ojos de lo único brillante a su alrededor. El mundo mismo, que sin contemplaciones destruyó —Sebastien y el boquearon en sincronía ante las palabras, por lo menos difusas para el de la rubia.

PROTEGIENDO EL CORAZÓN (LADY SINVERGÜENZA) © || Saga S.L || Amor real IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora