EPÍLOGO - LA CALMA DESPUÉS DE LA TORMENTA

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Un año había pasado luego de aquel incidente, y tanto a Abby como a Maxwell, le había parecido como un siglo entero.

A pesar de que sus vecinos habían escuchado los disparos en la noche del homicidio, lo cierto es que reportaron su desaparición casi tres semanas después. En cuanto dos coches patrulla llegaron a la casa —aproximadamente unos siete minutos después de que Maxwell y Abby se hubiesen ido—, no encontraron nada fuera de lugar. Todo se hallaba en orden, a excepción de la puerta trasera de la casa y la trampilla del sótano abierta. Al bajar, encontraron una improvisada sala ritualista confeccionada en el mismo sitio donde se guardaban las herramientas y los muebles viejos, por lo que concluyeron que solamente había salido de casa y que ya volvería, más tarde o más temprano. Los propios vecinos fueron quienes de forma casi paradójica contribuyeron a crear esa historia, gracias a las costumbres tan austeras de Elizabeth. Al hablar con los policías, todos coincidieron en que ella era una mujer errática, solitaria, y amargada. Que nunca salía de su casa, o si salía, al menos nadie la veía hacia donde iba y que hacía, mucho menos cuanto solía tardar.

Sin embargo, comenzaron a preocuparse por su ausencia a partir de la segunda semana en que ya no la veían, y a la tercer semana, efectuaron la denuncia como persona desaparecida. Abby se enteró de esto cuando hacía apenas un mes que se habían mudado a Minneapolis, ya que luego de lo ocurrido, no podía soportar vivir con Maxwell en su casa de siempre, por la cantidad de recuerdos que le acarreaba a diario y que acababan por destrozar sus nervios. Lo recordaba muy bien, había sido por la mañana. Estaba desayunando huevos revueltos cuando el noticiero de la mañana informaba de la desaparición de Elizabeth Moore, la ex esposa del famoso escritor Maxwell Lewis.

Recordó como de repente la comida le sabía a plomo, y entonces había comenzado a temblar, al mismo tiempo que se le caían las lágrimas de los ojos sin poder contenerse. Maxwell la rodeó con el brazo, acariciándola por encima de su pijama, y entonces subió el volumen de la televisión. Al parecer, la policía no tenia ninguna pista acerca de lo que había pasado. No faltaban bienes de valor en la casa, tampoco había nada fuera de lugar, había sido como si Elizabeth se hubiera esfumado en el aire.

Eso los tranquilizó a medias durante los próximos dos días, hasta el momento en que dos agentes de investigaciones de la policía llamaron a la puerta de la nueva propiedad de Maxwell, pidiéndole por favor que fuera con ellos, ya que tenían unas cuántas preguntas que hacerle. Él tenía todo preparado desde que había visto las noticias cuarenta y ocho horas atrás: se haría el desinteresado por completo. A todos los efectos, él se había enterado de lo sucedido gracias a las noticias, y nada más. Había ensayado milímetro a milímetro lo que le diría a la policía llegado el momento, había hecho que Abby se lo aprendiera casi de memoria, por si le tocaba declarar a ella y no dijera algo fuera de lugar con respecto a su versión de los hechos, y todo marcharía bien.

Aquel día, lo trasladaron hacia las oficinas de investigación penal de Minnesota, y lo bombardearon a preguntas durante varias horas. Primero lo típico, le habían preguntado si de casualidad había tenido algún tipo de contacto con su ex mujer en el último mes, a lo cual Maxwell negó rotundamente. Se justificó explicando lo mal que se llevaban, que ella solamente se acercaba a él cuando necesitaba dinero poniendo de excusa las clínicas de rehabilitación de su hijo fallecído —cosa que era totalmente cierto, dicho sea de paso—, y que ni siquiera la había visto en el entierro de Randy. Luego preguntaron cosas muy clásicas: qué había hecho, porque se había mudado, con quien había estado en contacto el último tiempo, y demás protocolos. En el único momento en que la conversación se tornó un poco más complicada de lo normal, fue cuando le mencionaron el hecho de que Abby había tramitado el permiso de porte de armas, y que figuraba una compra de una pistola 9mm a su nombre.

Uno de los oficiales sentados frente a él en la mesa —el más veterano de los dos—, tomaba notas. El otro, el que hacía las preguntas, lo miraba como si con los ojos quisiera decirle "Sabemos que miente, señor escritorcito. Y lo vamos a hacer caer, cueste lo que cueste". En cuanto Maxwell confirmó que este dato era cierto, el investigador entonces se inclinó sobre la mesa, entrelazando los dedos, y lo miró con gravedad.

La criatura malditaWhere stories live. Discover now