Prólogo

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  • Dedicado a Antonio Nieto
                                    


Prólogo

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Prólogo


A un insalubre callejón de Londres, el señor y la señora Gellar llegaron.

Sus costosas ropas desentonaban con el arrabal, y la presión de la lluvia sobre sus cabezas los motivaba a terminar a prisa con lo que se traían entre manos.

El señor Gellar se adelantó, empujando fuera de su camino unas cuantas cajas mohosas y bolsas pestilentes. A un lado del contenedor de basura improvisó una casita de cartón con una manta de fina seda y unos cuantos periódicos.

-Rápido Sarah, dámelo -le dijo a su esposa extendiendo las manos.

La señora Gellar arrebujó con más fuerza el diminuto bultito envuelto en una manta que sostenía en los brazos.

No quería hacer aquella cosa.

-¿Estás seguro Greg? ¿Qué va a decir Gerald cuando descubra que no está?

Lo que opinara su hijo Gerald, al señor Gellar no le importaba en ese preciso momento. Solo estaba aprovechando la hora de dormir del niño de modo que él no se diera cuenta de que en casa faltaba algo, hasta unas horas después del amanecer, tiempo suficiente para inventarle una excusa que le sonara convincente a un niño de tres años.

Pan comido.

-Sarah -la apuró.

Su marido estaba impaciente y ansioso, lo notaba en el temblor de sus manos extendidas.

Entre aliviada y angustiada, Sarah miró al gatito recién nacido que cargaba en sus brazos.

Tenía el tamaño de un ratoncito de cocina, sus diminutas orejas temblaban pegadas a su cabeza de color negro y ya comenzaba a emitir agudos y débiles maullidos en busca de la leche de su madre.

A pesar de sentir su alma estrujada al abandonar a una criaturita así, no podían permitirse conservarlo por dos razones: su madre ya no podía cuidar de él y su hijo Gerald era alérgico al pelo de gato.

Así debía ser.

Era lo mejor.

¿Y por qué se sentía tan mal?

Sacó del bolsillo de su abrigo de piel una fina cadena de oro con un dije ovalado y la ató holgadamente al cuello del gatito. Si pudiera recuperarlo lo haría y así lo encontraría.

La señora Gellar miró angustiada el rostro de su marido y un relámpago iluminó sus duras facciones.

El bultito pasó de las pequeñas manos de Sarah a las enormes y fuertes de Greg quien lo acomodó sobre el refugio que había armado.

Empapados y en un mortal silencio regresaron al Cadillac que los esperaba a la entrada del callejón y regresaron a su residencia dejando al gatito revolviéndose entre la manta, con el dije de oro centelleando al contraste con la intensa luz de luna llena. 

 

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