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El lunes, en cuanto me levanté de la cama a las siete de la mañana, corrí a lavarme la cara y a afeitarme y, sin desayunar siquiera, me dirigi al despacho del director de la residencia y le anuncié que iba a estar dos días fuera, en la montaña. No era la primera vez que hacía un viaje corto aprovechando mis días libres, así que el director se limitó a decir: «<¡Ah!». Tomé un metro atestado de gente que se dirigía a sus puestos de trabajo, fui hasta la estación de Seul, compré un billete de asiento no reservado para el viaje en dirección a Busan, subi de un salto al primer momento, y, una vez dentro, desayuné una taza de café caliente y un bocadillo. Luego estuve una hora dormitando en el asiento.

Llegué a Busan unos minutos antes de las once. Siguiendo las indicaciones de Jimin, fui hasta Gwangan-dong en el autobús urbano, me dirigí a pie a la cercana terminal de autobuses privados y pregunté a qué hora y de qué parada salía el autobús número 16. Al parecer, a las 11:35 de la parada que estaba más alejada. Tardaba poco más de una hora en llegar a su destino. Compré un billete y después entré en una libreria del barrio, compré un mapa, me senté en la sala de espera y busqué el emplazamiento exacto de la Residencia Ami. Según el mapa, se encontraba en un lugar perdido en las montañas. El autobús se dirigía hacia el norte atravesando varias montañas y, al llegar a un punto donde no podía avanzar más, daba media vuelta y regresaba a la ciudad. Yo debía apearme poco antes de la última parada. Allí encontraría un sendero y, según indicaba Jimin, tras andar unos veinte minutos llegaría a la Residencia Ami. ¡Debe de ser un lugar muy tranquilo estando tan escondido entre las montañas!», pensé.

En cuanto subieron unos veinte pasajeros, el autobús arrancó y enfiló hacia el norte por el interior de la ciudad, siguiendo el curso del río Kamo. Conforme avanzaba hacia el norte, menudeaban los campos de cultivo y los descampados entre las hileras de casas. Las tejas negras de los tejados y los plásticos de los invernaderos refulgian bajo el sol de principios de otoño. Poco después el autobús se adentró en las montañas. El camino era tortuoso y el conductor hacia girar sin descanso el volante a derecha e izquierda. Yo empecé a sentirme mareado. Aún tenía el sabor del café de la mañana en la boca del estómago. En éstas, las curvas se hicieron menos frecuentes y, en el momento en que yo lanzaba un suspiro de alivio, el autobús penetró en un gélido bosque de cedros. Los árboles se erguían tan altos como en una selva virgen, impidiendo el paso de los rayos del sol al tiempo que lo cubrían todo de sombras. El viento que entraba por las ventanillas se enfrió de repente y la piel se me humedeció. Durante bastante tiempo avanzamos a través del bosque de cedros siguiendo el curso del río y, cuando yo ya empezaba a creer que el mundo entero yacía enterrado para siempre en ese paraje, dejamos atrás el bosque y salimos a una especie de cuenca rodeada de montañas. Hasta donde alcanzaba la vista, se extendían unos campos verdes y, a lo largo del camino, fluía un rio de aguas cristalinas. A lo lejos se alzaba una delgada columna de humo blanco; aquí y allá se veía ropa tendida al sol, y algunos perros ladraban. Frente a las casas habia leña apilada hasta el alero y, encima del montón de leña, dormitaba unos gatos. En las casas no se veía un alma.

La misma escena se repitió una y otra vez. El autobús cruzaba un bosque de cedros, entraba en un pueblo, lo atravesaba y volvia a adentrarse en un bosque de cedros. Se detenía en cada pueblo y bajaban algunos pasajeros. No subió ninguno. A los cuarenta minutos de trayecto llegamos a un desfiladero con una amplia panorámica. El conductor detuvo el autobús y nos anunció una parada de seis minutos: si algún pasajero deseaba apearse podía hacerlo. Sólo quedábamos cuatro pasajeros, incluyéndome a mí, y todos bajamos del autobús para estirar las piernas, fumarnos un cigarrillo y contemplar la ciudad de Busan a nuestros pies. El conductor orinó. Un hombre de unos cincuenta años y rostro atezado, que había cargado en el autobús una gran caja de cartón atada con un cordel, me preguntó si iba a hacer montañismo. Asenti; era lo más cómodo.

Triángulo Amoroso- JinKook/KookMin✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora