Capítulo 11: La ira de una esclava

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Los días pasaron sin prisa y eventualmente, quizás harto de mi disociación cuando lo hacía, mi marido dejo de usarme con mujer.

En lugar de ello, me envió a trabajar a la granja junto con Cecilia, la niña que vivía en su casa que después supe, era su hermana menor.

La pequeña tenía 12 años y fue ella quien me enseño a atender a los puercos, ordeñar a las vacas y cuidar la siembra. Sin embargo, siempre que la veía me ponía triste, porque ella también llevaba abultado el vientre.

Nunca le pregunte quien le había hecho tal daño, pues me resistía a formar cualquier vínculo en ese lugar ya que sabia que, al escapar del mismo, la dejaría atrás.

Porque estaba decidida a escapar.

Ni siquiera dejaba que Gilbert se diera cuenta de mi embarazo, temía que se encaprichara del niño y una vez me fuera, saliera en mi búsqueda con el fin de recuperarlo. Lo ocultaba cubriéndome de múltiples capas de ropa y cuando llegaba a tomarme, me volteaba para que no me viese el estómago.

Pero, aunque lo estaba haciendo muy bien, escapar era difícil.

Durante el día, Gilbert ataba mi pie a una pesa que me imposibilitaba correr y durante la noche mis cadenas se unían a la pata del sofá de la sala donde dormía para que no intentara irme.

Además, a la mitad de esta, la pequeña Cecilia siempre bajaba a comer un bocadillo o tomar un baso de leche, creo que Gilbert la había mandado a vigilarme.

Sin embargo, vi una esperanza por los días en las que Gilbert comenzó a recibir las visitas de la señora Francisca en la recamara principal.

La señora Francisca era una mujer mayor pero bien conservada, con hermosos cabellos de un tono parecido al de la miel, figura delicada y finos labios que llevaba siempre pintados de rojo.

Tenia la mirada afilada, de un color jade y las mejillas siempre rozadas. Además, ella usaba trajes galantes y llegaba siempre en un carruaje aterciopelado azul.

La señora Francisca venia dos o tres veces por semana, siempre a las 4 de la tarde y siempre con una mirada esquiva, como si se esforzara por no mirarme.

Ella se encerraba en la casa durante una hora completa con Gilbert y después se marchaba haciendo el mismo gesto de indiferencia forzada para no enfrentar mis ojos.

En realidad, yo no le tenía ningún resentimiento, por el contrario, le agradecía que distrajese tanto al ogro que a mí ya ni siquiera me llamaba. Incluso si para pagarle, Gilbert usaba el dinero que conseguía con base a mi trabajo y el de Cecilia, ya que en realidad el no hacía nada, solo dormía en el sofá todo el día y partía en su carreta a entregar los pedidos del pueblo al atardecer.

A mí y a su hermana nos alimentaba con lo mínimo y si un solo tomate se le ocurría probar a cualquiera de las dos, recibíamos una golpiza como pago.

Pero seguro que la señora Francisca creía que cuando yo la veía, analizándola como un búho, era porque estaba en mi papel de esposa resentida y que, si no salía ella corriendo a su carruaje cada vez que terminaba su trabajo con Gilbert, yo le me le arrojaría encima como una gata con rabia.

No me quedó más remedio entonces que interceptarla como aquel día que la espere frente a la puerta para detener su paso.

—Señora Francisca—la llame posicionándome frente a ella, pero se apresuro a sacarme la vuelta—, espere por favor—le evite la huida.

—Lo siento —aseguro ella—, es que tengo prisa.

—No le quitare mucho tiempo—volví a impedirle el paso—. Solo quería contarle algo.

Único rey: De esclava de mi hermana a amante de su esposo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora