Capítulo 8

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Lo recordó. ¡Lo recordó!

Sebastian corría en la oscuridad con toda la potencia que sus humanas piernas le permitían.

En cuanto cambió, lo primero que acudió a su mente fueron las palabras "viernes" "fiesta" "suicidio social" "Ginger".

Ya todo encajaba.

Con una mano se cubrió los atributos masculinos, con la otra lo que pudiera de carne trasera y corrió sigilosamente, como un gato, hasta la parte trasera de la casa de Ginger donde la señora Kaminsky dejaba colgada la ropa recién lavada.

No había mucho que escoger, la mayoría de la ropa era de Ginger y su madre, se estremeció mentalmente solo de imaginarse usando vestido, y entonces vio la luz. Al final de la cuerda estaba una camisa de manga larga negra ondeando con el viento. La jaló sin más y mientras trataba de abotonársela a toda prisa, buscó con la mirada indicios de ropa interior.

¡Nada! Salvo unas bragas diminutas de Hello Kitty.

No. Ni muerto.

Tomó el pantalón negro de pana de la cuerda y se lo embutió, como siempre, quejándose  de la escualidez del padre de Ginger.

Esta vez no había zapatos, pero no podía irse así.

Con todo el dolor de su masculino corazón, se puso los únicos calcetines que veía: los de arcoíris de Ginger.

Sebastian  miró la luna y supo que eran poco más de las tres de la mañana. Se detuvo un momento para jadear y recargar las manos en sus rodillas.

Si su súper olfato no le fallaba, se encontraba cerca de Ginger, podía oler perfectamente su perfume, incluso casi podía ver el camino serpenteante de las partículas en el aire.

Hinchó su pecho con una gran bocanada de aire nocturno y continuó corriendo con las fuerzas renovadas.

Las plantas de los calcetines ya estaban arruinadas, pero eran horribles de por sí, seguro le hacía un favor  a Ginger.

El olor, mezclado con cerveza, sudor, comida y vómito se hizo más intenso cuando llegó a la entrada en arco de una calle plagada de mansiones flanqueando la calzada.

Todo estaba dispuesto en penumbras a excepción de la última mansión. Todas sus ventanas estaban iluminadas por la luz interior. Sebastian se acercó y la música era cada vez más aturdidora, seguramente por eso habían huido los vecinos.

En el camino empedrado de la entrada había grupitos de chicos y chicas haciendo bulla, bailando muy pegados unos de otros y riendo.

Una chica pasó corriendo frente a Sebastian sufriendo arcadas en dirección a la fuente central, otra iba tras ella tratando de apartarle el cabello de la cara pero de nada sirvió porque la chica vomitó sobre sus zapatos justo antes de llegar a la fuente.

Sebastian se estremeció mientras escuchaba las risas burlonas de los que habían presenciado  el accidente y la apuntaban con el dedo.

—Velo por el lado bueno, ahora tus zapatos ya tienen color.

Más risas.

En la escalinata había un montón de vasos tirados y cristales de cerveza desperdigados. Sebastian trató de no clavarse nada y se internó en la casa.

Los cuadros estaban chuecos, un brassiere de encaje colgaba de una escultura y había globos largos hechos con... ¿eran condones? Sí, lo eran.

Entonces Sebastian escuchó bullicio y una voz hippie hablando por micrófono.

— ¡Pero qué impresionante! Brandon, trae otra botella, amigo...—Sebastian entró en el centro de una gran sala vacía y miró alrededor. La bulla no provenía de ahí, pero al mirar hacia una de las ventanas...—, aquí está, ahora ¿qué decimos? —alcanzó a ver que todos estaban afuera con sus celulares en mano apuntando hacia un punto frente a ellos.

Lo que todo gato quiereDonde viven las historias. Descúbrelo ahora