Capítulo 9

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Dios bendiga al chofer que no le cobró ni una sola libra a Sebastian y encima le abrió la puerta para que pudiera salir corriendo con Ginger en brazos.

Tenía miedo. Tenía muchísimo miedo. No entendía nada, no sabía lo que pasaba.

Ginger parecía muerta; su cabeza y brazos colgaban lánguidamente y todo su cuerpo temblaba como si estuviera teniendo una hipotermia aunque Sebastian sudaba litros.

Las puertas de cristal se abrieron automáticamente con un reconfortante susurro cuando él se acercó.

El olor era el prototípico de un hospital: desinfectante para pisos, alcohol y medicamentos.

El vestíbulo se encontraba totalmente vacío.

Sebastian miró frenéticamente alrededor y se dirigió  al cubículo en semicírculo de la recepción. Sobre el escritorio había una pila de papeles, una taza de café humeante y la computadora encendida con YouTube abierto, pero ni rastro de la recepcionista.

El teléfono comenzó a sonar y eso lo desesperó más.

—Maldición, ¿es que no hay nadie aquí? —gritó mirando hacia la cámara de seguridad y luego a Ginger, que cada vez se ponía más blanca y fría

—Ginger, aguanta, por favor —apretó la cabeza de Ginger contra su pecho. Notaba el temblor en su propia voz.

Corrió por un pasillo, gritando, suplicando ayuda de quien fuera, un conserje, la recepcionista, una enfermera, ¡quien fuera!

Se le empañaron los ojos, casi no veía por donde iba a causa de las lágrimas de frustración que se acumulaban sin derramarse.

De repente sintió que chocaba contra alguien y el golpe le ayudó para sacudirle los ojos.

—Oh, cuidado chico...—el hombre lo sujetó de los hombros y la sonrisa que lucía se desvaneció gradualmente al ver los desconsolados ojos de Sebastian.

—Por favor...—murmuró Sebastian mientras el hombre lo ayudaba a cargar a Ginger—,ayúdela.

Afortunadamente tenía pinta de ser médico; era joven y llevaba una impecable bata blanca con su apellido bordado del lado del corazón.

Ginger pasó del cálido círculo de los brazos de Sebastian a los del doctor quien la depositó en una camilla a un lado del pasillo.

Con aire profesional, el doctor la mantuvo sentada, con la cara apoyada contra su pecho mientras que, con un frío estetoscopio escuchaba los pulmones en la espalda de Ginger.

Sebastian tuvo que recargarse en la pared, ¿cómo es que los doctores conseguían tanta serenidad en un momento así cuando él estaba desmoronándose?

Le desesperaba ver la forma tan detenida de examinar sus signos sin llegar a ninguna conclusión, sin mediar con él una sola palabra acerca de lo que tenía.

Ginger no dejaba de temblar y por estar absorto en ella, Sebastian no escuchó la primera vez que el doctor le habló.

—Oye chico, te pregunté qué pasó.

Sebastian volvió en sí, aturdido y sacudió la cabeza.

—Estuvo bebiendo, pero...

—Por Dios, no hubieras dejado que se durmiera —le reprendió en tono impersonal mientras daba palmaditas en las mejillas de Ginger.

— ¿Por qué? ¿Qué tiene?

El médico vaciló antes de dar su diagnóstico.

—Me temo que es muy probable que haya entrado en estado de coma etílico, mantenla en esta posición para que no se ahogue con su vómito mientras yo voy por las enfermeras.

Lo que todo gato quiereDonde viven las historias. Descúbrelo ahora