CAPÍTULO CUATRO

800 41 20
                                    

Santos caminó con dificultad a través de la oscuridad, su corazón desbocado a causa del miedo, y su frente llena de gotas de sudor.

Dónde. Estaba. Blanca.

Miró por todas partes, gritando su nombre tan fuerte como pudo, pero no hubo ninguna respuesta. Todo estaba en silencio en esa isla, excepto por el corazón precipitado de Santos. Él recreó en su mente los eventos ocurridos la noche anterior una y otra vez. En un momento, se encontraba abrazando a su amada, y al siguiente... ella ya no estaba. ¿Habría sido detenida? ¿Secuestrada otra vez? O peor... ¿asesinada?

Por tres días y tres noches, Santos no comió, ni se bañó, ni durmió; sino que se limitó a buscar a Blanca y gritar su nombre. Fue recién cuando chocó contra una palmera, debido a lo exhausto que se encontraba, que se permitió cerrar los ojos.

Tras una breve siesta, Santos despertó para descubrir que la isla estaba bajo efecto de una insoportable ola de calor. Antes de recomenzar la búsqueda, caminó hasta la cascada para refrescarse; era la misma cascada bajo la cual Blanca y él habían hecho el amor tan solo unos días atrás. Santos mojó su rostro caliente con agua fresca, y luego, miró su reflejo en el agua.

-¿Qué vas a hacer, Presidente? -se dijo a sí mismo.

-No lo sé, Presidente -se respondió.

Justo entonces, Santos oyó pasos, y al elevar su mirada encontró a un hombre parado, arriba de él. Santos parpadeó al mirarlo a los ojos; en parte porque el sol se encontraba detrás del desconocido y le estaba dando de frente y, por otro lado, porque pareció reconocerlo.

-Lamento haberlo molestado -dijo el hombre, con una cálida sonrisa-. Iba a darme un chapuzón, pero volveré luego.

Comenzó a alejarse, pero Santos lo detuvo.

-Disculpa -dijo Santos-. ¿Tenemos la misma nariz?

El hombre se dio vuelta, confundido.

-Regresa aquí, por favor.

Santos se puso de pie y observó el rostro del hombre. En efecto, tenían la misma nariz, cejas, y los pómulos fantásticamente altos.

-¿Cómo te llamas? -dijo Santos.

-Leonardo -respondió el extraño.

En ese momento, tanto Santos como Leonardo se quedaron sin aliento, dándose cuenta de la verdad.

-¿Padre? ¿Eres tú? -preguntó Leonardo, su voz temblorosa.

-¡Leonardo! ¡Mi hijo perdido! -exclamó Santos, abrazándolo.

Oh, sí. Verás, a Leonardo se lo llevaron lejos de su padre cuando era tan solo un niño, después de que Santos fuese infiel con la media hermana de la media hermana de la madre de Leonardo. Después de esta aventura, ni Santos ni Leonardo supieron dónde había ido a parar el otro, pero ambos soñaban con reencontrarse algún día. Leonardo, en particular, no sabía nada acerca de su padre. Antes de que su madre muriera, ella le había ordenado jamás hablar de Santos, porque él había arruinado su relación con la media hermana de su media hermana... y con su media hermana.

Tras unos minutos de abrazarse y de algunas lágrimas de felicidad, Leonardo explicó que había vivido toda su vida en la isla Tigrititi, ¡y quería que su mujer y sus hijos conocieran a Santos! Santos estuvo de acuerdo, y luego le explicó cómo había acabado en esa isla, por qué estaba vestido de pirata, y cómo estaba buscando a su amada, Blanca. Leonardo insistió en que Santos se quedara en su casa mientras buscaba a Blanca, lo cual Santos aceptó agradecido. Fue en ese momento que Leonardo le preguntó a qué se dedicaba. Santos pausó, y luego declaró como si nada que era el Presidente de Ecuaduras del Norte.

Las pasiones de SantosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora