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-¿Hace cuánto fue? –le preguntó Aurora dulcemente a su hija. La tenía recostada casi en su pecho, y ya estaban cansadas de llorar.

-Tres meses... en... una fiesta a la que me hicieron ir.

-¿Cómo así que te hicieron ir? –preguntó Antonio.

-Una compañera me quitó un libro, y me dijo que sólo si iba a la fiesta me lo devolvería. Fui y lo reclamé, y cuando salía... -Emilia cerró sus ojos. Tal vez ese tipo era el que había instigado todo para que fuera, para tenerla donde quería.

Pero en el fondo de su conciencia, debajo de toda su rabia y su dolor, encontraba que todo se contradecía. La manera como él la abordó, la manera como la habían hecho ir. Las rosas... Era ese hombre el de las rosas? De verdad?

La policía le había preguntado si tenía idea de por qué razón el hombre había quedado inconsciente después de todo. Si estaba ebrio, o había en su ropa vestigios de que había fumado algo. Le exigieron que hiciera memoria, que recordara. Pero aparte de un leve sabor a cerveza en su boca, no había encontrado nada. Ni marihuana, ni ningún otro olor diferente al de su perfume y el aroma normal de su cuerpo, y ese horroroso olor de flores nocturnas que la asaltaba en cualquier momento y en cualquier lugar haciéndole ponerse la piel de gallina y sentir náuseas.

Días después, se enteraron de que muchos chicos habían ido directamente al hospital debido a sobredosis y abuso con las drogas. Le mostraron el rostro de varios de los asistentes que se ajustaban a su descripción, pero ninguna de esas fotografías coincidía con el que ella tenía en su mente. Con el paso de los días, su caso fue quedando como los otros cientos en el país: impune.

-No estás sola, hija –dijo Aurora una tarde que llegaron de la estación de policía sin muchos ánimos, pues otra vez habían vuelto sin conseguir nada-. Nos tienes a nosotros-. Emilia la miró desanimada. La policía se escudaba por su incapacidad de atrapar al culpable diciéndole que tal vez si ella hubiese actuado de inmediato, habrían podido hacer algo, pero conforme pasaban los días y las semanas, todo se iba haciendo más difícil.

-No nos lo ibas a decir, verdad? –reclamó Antonio-. De no ser por... la consecuencia, no nos lo habrías dicho-. Emilia movió la cabeza negando.

-No quería causarles esta tristeza.

-Y te la habrías tragado tú sola –suspiró-. Qué piensas hacer? Con el niño-. Emilia sintió un pinchazo en su vientre. Qué iba a hacer? Se encaminó a las escaleras y con los dientes apretados dijo:

-No lo sé. Ya es tarde para abortarlo-. Al escuchar la exclamación de Aurora, se detuvo en sus pasos y la miró-. Mamá... quiero... no quiero detener mi vida con esto. Sólo tengo diecinueve años. De verdad es justo que cargue con esto?

-Pero es tu hijo.

-Y de ese hombre!

-Pero es tuyo. Está aquí –dijo Aurora acercándose y poniendo la mano sobre el vientre de Emilia, y ella la arrebató alejándola y siguió avanzando hacia las escaleras.

-Tal vez lo dé en adopción. Muchas familias no pueden tener bebés y los desean de verdad. Yo no.

-Dejarás que unos extraños críen a tu hijo? No sabes qué valores le inculcarán.

-No me importará. Será el hijo de ellos, ellos verán.

-Todavía es muy pronto para decidir eso –dijo Antonio con voz grave-. Si decides conservarlo, te prometo que no le faltará nada-. Emilia miró a su padre, y los ojos se le llenaron de nuevo de lágrimas.

Rosas para Emilia ®Donde viven las historias. Descúbrelo ahora