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 Francesca,

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Francesca,

Entiendo por qué no respondes. Está bien. Antes que nada me gustaría pedirte que me dejes ver a mis hijos el fin de semana. Los extraño y me gustaría pasar el tiempo que pueda con ellos. Estoy pensando en llevarlos a tomar un helado. Sé que a los tres lo disfrutan como nada y también tengo la certeza de que no te gusta que lo hagan seguido.

Por favor, déjame buscarlos el viernes. ¿Quizá puedas dejar que se queden conmigo hasta el sábado? Piénsalo.

Estuve ordenando todas las habitaciones, ahora que tengo demasiado tiempo libre y no sé en qué gastarlo. Encontré algunos juguetes de los niños que sé que les gustaría tener devuelta, o tal vez prefieran dejarlos aquí para cuando vengan a visitar.

Aunque debes tener por seguro que no será por mucho tiempo.

Ayer en la noche mi madre me invitó a su casa para cenar y me dio un sermón de aquellos por el mal que he hecho. Me dijo que era un estúpido y que si no te recuperaba alguien más ocuparía mi lugar. Debes saber que no dejaré que eso suceda.

Pero luego de quebrar delante de ella y confesarle lo arrepentido que estoy (algo que nunca antes he hecho), me dijo que tenga esperanzas y me mostró la primer foto que tenemos juntos. Era en esa misma casa, sentados en el sofá que mi madre había pasado horas limpiando, tomados de la mano y sonriendo sin ninguna preocupación en el mundo.

No sé por qué ella la tenía guardada, ni por que nunca me la había dado, pero no dudé el traerla conmigo y ponerla dentro de un porta-retratos. Ahora la tengo en mi mesa de noche, junto con las fotos de Sheridan, Serena y Sierra.

¿Recuerdas esa noche? Debió ser la primera vez que tú estabas nerviosa y yo no, porque yo tenía la certeza de que le caerías bien a mis padres. Tenías puestos esos vaqueros ajustados que no dejaban nada a la imaginación, con la diferencia de que esa vez te pusiste una blusa holgada, sin escote y mangas tres cuartos color crema, que lo único que mostraba era tu hombro desnudo.

Estabas tan hermosa. Me llegabas al hombro y te agarrabas fuerte de mi brazo cuando caminamos por los escalones del pórtico, y estabas tan pálida que las pegas en tu nariz y mejillas resaltaban como nunca antes. No, no solo estabas nerviosa; tenías miedo.

Recuerdo que antes de tocar la puerta me echaste en cara que yo estaba demasiado relajado y que era injusto que tú estuvieras tensa. Así que te besé en la boca y delineé el contorno de tus labios con mi lengua. Te dejaste sucumbir en el beso y terminaste tan relajada que hasta sonreíste cuando mi madre abrió la puerta.

También fue la primera vez que dijiste en voz alta, con la barbilla en alto y los ojos desafiantes, que tu padre las había abandonado a tu madre, a ti y a tu hermana menor cuando tú solo tenías cinco años de edad. Estaba tan orgulloso de ti por afrontar el tema como si fuera otro más. Ahí mismo me di cuenta que eras la persona más valiente que conocía y que jamás iba a conocer.

Luego del postre mi madre nos hizo sentar en el sofá. Ese, usualmente, era en el que nadie se sentaba porque las plumas de ganso se asomaban y te pinchaban en la parte trasera, pero ella se ocupó de desarmas los cojines y hacer alguna magia para que eso dejara de pasar. Por lo que nos sentamos ahí, nos sonreímos y nos tomaron la foto.

Tú no lo sabías, pero en el momento en que tu pequeña mano se acopló a la mía y tu sonrisa partió tu cara en dos, supe que estaba perdidamente enamorado de ti.

Te ama,

Jacob.

No me digas que me amasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora