3. LA MUJER DE LA CARROZA NEGRA

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El alba surgió de la nada, igual que la presencia de mi prima Marieta en mi habitación.

—¡Querida, querida! —exclamó hecha un cohete de júbilo, girando por toda mi alcoba como un cisne en el estanque. Su espacioso y largo vestido asalmonado parecía virar como trompo—. ¡Se me apareció un querubín esta mañana, en la parroquia, durante la misa de seis de la mañana! ¡Es tan hermoso, tan extraordinariamente hermoso! Quizá no sea un querubín pero sí un santo viviente, el reflejo de Narciso, la personificación de Adonis o, tal vez, un mensajero de Dios mismo. Ni el color del cielo en pleno mediodía hace justicia a sus ojos azules cual zafiro. Ay, pero si el cielo no es zafiro, pero sí sus ojos, Anabella, sí sus ojos. ¡Parece habérselos robado a un ángel para ponérselos él!

—¿Ojos azules? —bramé, y recordé los ojos del mezquino de Luis César—. ¿Te has encontrado con el infame del conde de Lisboa?

Marieta se quedó quieta y me miró con un gesto que indicaba desprecio a mis palabras:

—No seas tonta: que ni siquiera he visto a ese hombre, el que, según tía Catalina, es tu nuevo pretendiente. —Ensanchó una sonrisa mientras yo torcía un gesto—. Pero no, no me refería a él, sino al nuevo capellán. Ya has oído los rumores de la gente, el Señor Cura Bernardino parece lo suficientemente viejo para cumplir él solo con los menesteres de la iglesia y le han enviado un ayudante. ¡Y es tan guapo! Le he regalado mi pañuelo bordado con hilos de plata y, como respuesta, me ha concedido una sonrisa propia de un atardecer.

—¿Cómo te atreves a hablar con tanto descaro de un capellán? —me horroricé—. ¡Es un eclesiástico, lo mismo que un sacerdote!

—¡Cállate, cállate, tonta, no quiero escucharte! —se tapó las orejas.

Marieta era una muchachita de mi edad, escueta, alta, pelirroja, ojos color caca y mejillas tapizadas de pecas (la viva imagen de su difunto padre de ascendenciaescocesa). Su verdadero nombre era María Enriqueta, pero todos le llamaban de cariño Marieta por las iniciales de su primer nombre y las finales del segundo, el mismo método que habían utilizado para llamarme a mí Anabella. Decían que era hermosa porque sus modales y ademanes eran los propios de una princesa. Sin embargo, jamás había visto en ella un gesto más estúpido, acompañado por una horrible expresión de tarada, como esa mañana: a juzgar por su mirada, parecía que volaban ángeles desnudos y palomas doradas alrededor de su atolondrada cabeza.

—¡Es tan fuerte y tan ancho que podría tumbar a un buey de un soplido! —continuó bailando por mi habitación—. ¡Debiste de haberle visto! —Luego se quedó quieta de nuevo, y me miró con irritación—. O quizá no, eres tan testaruda, obstinada y rara que con tu simple olor de tonta habrías ahuyentado al joven e impedido que se acercase a mi madre y a mí.

—Te equivocas si piensas que yo pierdo los cabales por la apostura de un caballero.

—¡Es porque nunca has visto un caballero como él! —se defendió sonriendo—. Deberías de ver sus ojos de cuarzo, su piel blanca como el mármol, su cabello enrulado revestido en oro...

—¡Dios mío! —grité asombrada— ¿Ojos de cuarzo, piel de mármol, cabello de oro? ¿De casualidad no tiene dientes de plata? ¡Si es así el tipo debe de valer una fortuna! —concluí con ironía rompiendo en carcajadas—. A decir verdad, Marieta, por las descripciones que me das, creo que ese hombre debe de ser más obra del diablo que de Dios. No existe nadie en el mundo con tales características: en lugar de humano parece que describes una alegoría.

—Tú siempre tan ordinaria y simplona, contigo jamás se puede conversar con seriedad. Me pregunto qué pensará el capellán cuando sepa la opinión que tienes de él.

—Y yo me pregunto qué pensará tu prometido cuando sepa sobre la repentina devoción que sientes por el nuevo capellán —sonreí con mi mejor cara de malvada. Me levanté de la cama cuando vi la cara de horror que puso Marieta y comencé a cantalear—: Larala, la, la, la, larala.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora