2 🌌 Telaraña de hilos cósmicos

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—Señorita Amaru, ¿está prestando atención?

Pestañeé y enfoqué la mirada en la profesora de Literatura. Asentí y me envaré en la silla. Las demás me observaban.

—¿Qué acabo de preguntar a la clase? —inquirió la profesora.

—No lo sé —murmuré.

—Hable más fuerte, señorita Amaru.

—Que no lo sé.

—Pues espero que lo sepa antes del examen o va a reprobar.

Asentí sin convicción y traté de concentrarme en el pizarrón, pero mi mente echó a volar con la misma rapidez con la que la profesora me dio la espalda. Miré por la ventana. Los terrenos de la academia amarilleaban.

Había pasado semanas hundida en la nada, en el letargo indiferente de un fantasma. Era como estar medio despierta o medio dormida. Las personas y las escenas de lo cotidiano transcurrían desfasadas. A menudo olvidaba cómo había llegado a un sitio. Parpadeaba a media clase y me preguntaba qué hacía oyendo sobre escritores que habían tenido vidas tan trágicas como la de mi madre. El impulso de huir, largarme, vivir a mis anchas o recluirme en cualquier sitio solitario era cada vez más apremiante. Tampoco conseguía respirar con normalidad. El aire ya no era aire, era algo más pesado, un líquido, una melaza, una cosa que se endurecía en mis pulmones y hacía que inhalar o exhalar resultara difícil y doloroso.

Eso no se lo decía a la psicóloga, claro que no. Una vez por semana arrastraba los pies hacia su oficina, me sentaba, intentaba que la conversación versara sobre temas banales. La mujer —cuyos ojos negros se parecían demasiado a los de mi madre y su piel morena contrastaba con el resto del personal— me escuchaba con paciencia, pero en algún punto parecía recordar que estábamos ahí por el suicidio de mi madre y lo mencionaba. Bastaba eso para que mi garganta se cerrara sin remedio.

—Tranquila —decía entonces la doctora González—. No es necesario que tratemos el tema si aún no estás lista.

Yo asentía como toda respuesta, intentando controlar mi respiración.

—¿Cómo te va en las clases? ¿Te estás adaptando bien al internado?

—Sí... Creo que sí...

No mentía del todo. La rutina era simple. Por la mañana resonaban melodías clásicas en los pasillos. Mozart, Schubert o Strauss nos servían de despertador. Salíamos de la habitación bostezando, aún en pijama, con la toalla en el hombro, el albornoz y el neceser bajo el brazo. La gobernanta del piso, una mujer conocida como la Misionera, pero cuyo nombre era Gazmira Tabat, se mantenía atenta a cualquier indisciplina. Sin embargo, las risas ahogadas, agudas y joviales no se hacían esperar y me atacaban los oídos como mosquitos.

En las duchas la intimidad no existía. Las chicas se paseaban desnudas frente a mí y entorpecían mis pasos.

—¿Qué te pasa? —se burlaban las mayores y más descaradas—. ¿Nunca has visto un par de tetas?

Teníamos un tiempo determinado para lavarnos y salir. La Misionera nos cronometraba como en una carrera de relevos y, si nos demorábamos de más, había un castigo.

La disciplina en la academia era tan rígida como la pasta del Libro Azul que entrañaba sus normas. La falda tenía que mantenerse a cierta altura, el uniforme debía estar limpio y bien planchado. Dentro de las aulas no se permitía llevar maquillaje excesivo ni adornos estrafalarios. Faltarle al respeto a una profesora o incordiarla con palabras groseras se castigaba duramente.

Éramos señoritas finas, limpias y bien portadas, o en eso intentaban convertirnos a las buenas o a las malas. Sobre todo, a las malas. No había manera de escapar de los castigos, ni siquiera en la privacidad de tu habitación. No dependía de qué tan buena eras encubriendo tus travesuras, tu roomie —palabra que aprendí en el internado— tenía la obligación, ¡el deber!, de delatarte. Si te dejaba pasar una falta y alguien se enteraba —alguien como la Misionera—, el castigo aplicaba a ambas.

Bajo las sombras [EN LIBRERÍAS] (EMDLE #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora