Hielo y mar

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Cuando llegué al centro comercial vi a Eva apoyada en la entrada fumando, inmersa en sus pensamientos.
 
Mientras me acercaba a ella sentí unas cosquillas eléctricas subir desde mis pies hasta mi coronilla. Ella llevaba el pelo suelto, y le tapaba parte de la cara, y eso la hacía tan sexy...
 
Eva no me había visto, así que me demoré observándola.
 
Aún a diez metros de ella podía ver sus pecas sobre su tez blanca. Me pasaría la vida contándolas...
 
Al verme, Eva apagó rápidamente el cigarro, y disipó el humo.
 
—Hola, pequeña —dijo con su ronca pero dulce voz, y una sonrisa tímida se dibujó en su rostro.
 
Yo no pude evitarlo, y la abracé. La había echado de menos durante todas las vacaciones de Navidad.
 
En sus cálidos brazos me sentía en paz. Sentía cómo me latía el corazón a mil por hora, y también cómo el suyo latía al compás del mío.
 
Hundí mi cabeza en su hombro, y le dije:
 
—Te he echado de menos.
 
Mis palabras la llevaron a abrazarme con más fuerza.
 
Yo sentía que estaba en el cielo.
 
Después de largos segundos, nos separamos.
 
Me di cuenta de que ella me estaba mirando los labios, y me ruboricé, pero estar rodeada de gente entrando y saliendo del centro comercial hizo que apartara la mirada.
 
—¿Preparada para comerte el hielo de la pista? —bromeé.
 
—Soy una profesional, Grillito —me dijo con una media sonrisa pícara.
 
Reí con fuerza mientras ella me miraba con cariño.
 
Subimos a la última planta, donde se encontraba la pista de hielo —falsa—, y nos pusimos en la cola para pagar la entrada.
 
—Si quieres, luego podemos ir a la avenida a pasear —me dijo mientras esperábamos nuestro turno.
  
Y es que el centro comercial estaba al lado de la playa de Las Canteras. Era invierno, sí, pero seguimos viviendo en Canarias.
 
—Suena guay, y podríamos comer un bocadillo de pescado empanado.
 
—¿Tú solo piensas en comer? —preguntó divertida.
 
—¿Me estás llamando gorda? —dije poniéndole cara de pena.
 
Eva rió enternecida.
 
—No me pongas esa carita, que me matas. Y no, estás genial —me echó una mirada de arriba a abajo, y noté cómo un rubor aparecía en sus mejillas—... Pero debes admitir que te pasas el día comiendo.
 
Un rato después, al fin pasamos a la pista.
  
No le había dicho nada, pero en realidad yo patinaba fatal. Cada vez que iba con mis amigos, acababa patinando pegada a la barandilla, como los niños pequeños.
 
Ella me dio la mano, cubierta con un guante, para ayudarme a entrar.
 
—¿Qué pasa Grillo? ¿No entras? —me dijo, pues yo me resistía un poco— No me digas que tienes miedo... Pensaba que habías venido otras veces.
 
—No, si no tengo miedo —mentí—, es solo que no se me da muy bien...
 
Eva sonrió divertida, y se mordió el labio; la situación le enternecía.
 
—No te preocupes, yo estoy contigo —dijo—, no voy a dejarte caer... demasiado.
 
Abrí la boca indignada, y ella sonreía pícaramente.
 
—Vamos cariño, estás bloqueando la entrada —insistió, al ver que yo seguía resistiéndome un poco a entrar.
 
Lo que más temía era hacer el ridículo delante ella.
 
—Prométeme que si me caigo no te vas a reír de mí —le dije haciendo un puchero.
 
—Prometo que si te caes me voy a reír contigo.
 
Esa respuesta me cogió por sorpresa, pero me dio tanta ternura que entré al fin a la pista, cogiéndome de sus manos.
 
Al principio yo iba con una mano en la barandilla y la otra agarrada a suya, y prácticamente iba caminando, en vez de patinando. Eva tenía mucha soltura, y me invitaba a soltarme de la barandilla para poder enseñarme a patinar bien.
 
A los pocos minutos, decidí confiar en ella.
 
Me caí dos veces; la primera vez, nada más aventurarme a separarme de la barandilla, pero Eva, que me estaba agarrando, evitó que la caída fuera demasiado dura. Y sí, nos reímos. La segunda vez, Eva no pudo sostenerme y cayó conmigo, y esta vez nos reímos el doble que la anterior.
 
No llegué a aprender a patinar, pero cogí mucha más soltura de la que tenía, y me divertí demasiado con Eva.
 
—He de admitir que patinas muy mal —bromeó Eva cuando ya nos habíamos cambiado nuestros zapatos.
 
—Lo sé —dije avergonzada.
 
—Pero creo que nunca me había divertido tanto —dijo sonriente, mirándose los pies— ¿A dónde quieres ir ahora? Aún es pronto...
 
—Pues... —se me ocurrió algo, pero no sabía si a ella le gustaría mi idea.
 
—Vamos, di.
 
—¿Te gustaría ir a la juguetería? —pregunté atropelladamente, cerrando los ojos avergonzada.
 
—¡Claro! —dijo entusiasmada.
 
—¿Sí?
 
—Será divertido... —aseguró feliz.
 
Y sí, fue muy divertido. Estuvimos casi una hora en la juguetería.
 
En el pasillo de los playmobils le conté todo lo que me gustaban y le hablé de todas las aventuras que nos inventábamos mi hermano y yo de pequeños con ellos.
 
Además, jugamos con los peluches, y apretamos todos los botones de los muñecos de acción y preescolares.
 
Eva parecía tan infantil como yo, y eso me encantaba.
 
No podía dejar de mirarla, y era consciente de que ella a mí tampoco, y yo no podía entender eso.
 
Eran casi las siete cuando sentí que mi estómago crujía, así que decidimos ir a por ese bocadillo de pescado empanado, en un restaurante de la avenida, y comer mientras paseábamos.
 
—¡Qué rico está! —dijo cuando lo probó.
 
—Lo sé. Vengo mucho aquí con mi familia, y con mis amigos... —me puse un poco triste al recordar— Bueno, veníamos.
 
—Oh... ¿Por qué ya no?
 
—El grupo se ha separado un poco, creo que ya nos has visto.
 
—La verdad es que no entiendo muy bien, no parecen un grupo de amigos, para nada, pero me acuerdo... —de repente se calló— Bueno, da igual.
 
—¿Qué ibas a decir?
 
—Cuando estaba estudiando en el Conservatorio con Julio, me acuerdo que él estaba en un coro. Decía que él era el mayor, y que era una especie de líder, después de su directora. Y que ahí tenía a sus mejores amigos.
 
—¿Julio te contó sobre eso? —me extrañé.
 
—Bueno... Lo mencionó en clase... creo —dijo incómoda.
 
—Pues así era. Estábamos todos juntos en el coro infantil, y luego en el juvenil, el que está ahí —señalé a un edificio que estaba al lado del auditorio, que era visible desde la playa de Las Canteras.
 
—¿En el de la Filarmónica? Qué nivel —dijo con una risita.
 
—La verdad es que éramos un buen coro. Y un grupo, nos hicimos grandes amigos... —sentía una opresión en el pecho mientras hablaba.
 
Eva me acarició la espalda porque notó que me ponía mal, y sentí un cosquilleo en el estómago.
 
—¿Y qué pasó?
 
Le miré, suspirando. Miré mi bocadillo, que tenía por la mitad, y empecé a contarle.
 
—Bueno, después de más de diez años juntos, nuestra generación estaba llegando a su fin. Julio era el mayor, ya tenía veinticinco años. Habían empezado a entrar muchos niños en el coro, y muchos no cantaban del todo... bien —reí—. La verdad es que nos reíamos un poco de ellos.
 
—Qué crueles son... —me riñó Eva, un poco en broma.
 
—La cuestión es... que el coro se estaba yendo a la mierda. Así que Julio creó otro, con los que llevábamos más tiempo.
 
—¿Cómo otro? ¿A espaldas de la directora?
 
—Al principio no —Eva no entendía—. Lo creó para ayudar económicamente al coro. A todos nos pareció una buena idea, pensábamos que lo hacía de buena fe. Pero todo empezó a ser cada vez más turbio.
 
—¿En qué sentido?
 
—Desaparecía dinero. Y cada vez estábamos más separados del coro juvenil; yo también —dije cabizbaja—. La idea de cantar con mis amigos, en un coro que sonaba bien, y no en el otro que sonaba a coro de niños, me gustaba.
 
—No te culpo por eso, yo también lo haría.
 
—Pero hace poco me empezó a no gustar nada. Ya no parecíamos amigos cantando juntos. Parecíamos esclavos de Julio. Él y sus favoritos ganaban dinero, misteriosamente. Pero los demás no.
 
—¿Quiénes son sus favoritos?
 
—Pues... Daniel, Amalia y obviamente Elvira.
 
Eva rodó los ojos.
 
—Hace poco mi hermano, Gabrielle y yo decidimos irnos —seguí.
 
—Lo mejor que hicieron.
 
—Pero Rodri se quedó... Y ha cambiado tanto —dije apenada.
 
—¿Rodrigo?
 
—Sí, él antes siempre estaba con Elle y conmigo, éramos El Eje del Mal —reí nostálgica—. Pero ahora Julio lo ha acaparado, dándole falsa importancia en su coro, y lo ha puesto contra nosotros. Nos culpan por irnos.
 
Eva levantó las cejas sorprendida.
 
De repente me di cuenta de que había perdido demasiado tiempo hablando de Anacardo Coral —Ok, no se llama así—, y me sentí estúpida por darles tanta importancia.

—¿Quieres bajar a la arena? —me dijo, intentando animarme.
 
La idea se me antojó atractiva. Ya casi era de noche, y empezaba a hacer frío, pero la playa de noche es lo más rico que hay.
 
Ya en la arena, nos quitamos los zapatos y los dejamos en un rincón. No había nadie, por la misma razón de que era de noche.
 
Nos mojamos los pies, aunque el agua estaba helada, y nos pusimos a correr y jugar. Empezamos a escribir y dibujar cosas en la arena con los pies.
 
Yo no pude evitar dibujar un corazón gigante, y ella escribió en el medio: «Grillo».
 
Al verlo escribí justo debajo: «Girasol».
 
Ella pareció no entender muy bien, pero se lo expliqué al oído. Al sentir mis labios cerca de su oreja, Eva se estremeció. Yo, al notar que provocaba eso en ella me aproveché.
 
Sin apartarme de su lado, le puse un mechón de pelo detrás de la oreja.
 
—Eres hermosa, Eva —le dije bajito, al oído. Sentí que una gota me caía en la cara, y miré hacia el cielo.
 
La noche nos había envuelto, y con ella, había venido la lluvia.
 
Una, dos, tres, cien gotas cayeron sobre mi cara.
 
Eva me acarició la cara.
 
Nos encontrábamos frente a frente, empapadas.
 
Su pelo se veía negro, al estar mojado y por la falta de luz de la noche.
 
Pero ella era luz sufiente para mí.
 
Eva se me acercó, y dejó que sus labios rozaran los míos, de forma torturante.
 
Acerqué un poco los míos, pero ella se alejó unos centímetros, jugando conmigo.
 
Una sonrisa traviesa se dibujo en sus labios empapados, y yo me moría por comerme sus sonrisa.
 
No me pude resistir más, y la besé.
 
Fue húmedo, más húmedo y frío de lo normal, gracias a la lluvia y a la noche, pero pronto entré en calor.
 
Yo solo escuchaba la lluvia, las olas, nuestros labios, y el latido de mi corazón.
 
Acercamos nuestros cuerpos con delicadeza, fundiéndonos.
 
Nos acariciábamos, sentíamos nuestras lenguas bailar al compás de la lluvia y de las olas del mar, y nuestras manos heladas se encontraban en todas partes.
 
—Te quiero, Abril —dijo a un centímetro de mis labios—. Te necesito.

Ella, EvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora