Capítulo 16

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Para antes del mediodía las aguas empezaron a retroceder. Desde el mirador —lugar diseñado para los turistas pero que en esta ocasión el nombre resultaba un tanto irónico— se podía ver la masa marrón, sucia y llena de escombros que volvía al mar. Cargaba troncos, maderas de alguna casucha que había arrasado más arriba, plantas arrancadas de raíz, pero afortunadamente no se veían cuerpos, ni casas.

—Bueno —dijo Quique—, el agua ya no subirá más, así que hasta donde llegó, llegó. Ya muchos deben tener hambre, así que vamos a ir volviendo a las casas pero en orden. Primero, ya pueden volver los vecinos que viven más alto, como don Pepe, Juancho y doña Anita. Unos minutos después, seguirán los del centro y por último don Tito, doña Margarita y los vecinos que viven más abajo, más cerca del muelle grande. Si cuando llegan encuentran agua, no se acerquen, que la corriente es engañosa; parece tranquila pero es muy fuerte; unos centímetros de agua se los pueden llevar. Así que no se arriesguen.

No parecía que el agua hubiera llegado hasta el camino a Santa Eduviges, así que es probable que la ruta a la posada fuera transitable. El problema consistía en que el coche de Quique había ponchado una de sus llantas.

—Yo voy a ir a cambiar la llanta al carro y vengo por don Manuel.

—Yo te ayudo —dijo Jan.

—Gracias, Jan. Pero mejor tú vete por el sendero y fíjate cómo está la posada.

—Bien. Ya voy, entonces —dijo Jan.

—Yo voy contigo, Jan —dijo Dani quien ya estaba bastante recuperado de la desorientación producida por el accidente del armario.

—No, Dani. Tú quédate con tu papá. Todo estará bien, ya verás. Te lo prometo.

—Entonces voy yo contigo, Quique —dijo Gunnar.

OK. Está bien. Gracias, Gunnar —respondió éste.

Jan bajó el sendero tan rápido como pudo, unas veces con pasitos cortos, otras casi sentado como en un tobogán. El camino estaba intacto, salvo por algunas grietas superficiales que eran efecto del sismo. Llegó al frente de la posada y desde allí, no vio que sufriera ningún daño. Entró y encontró que todo estaba como lo dejaron. Salió al jardín posterior y las aguas todavía cubrían una parte. No se veía todavía el muelle y las palmeras que estaban más cerca de la orilla, tenían su tronco bajo el agua como por una cuarta parte, calculó Jan. Pero la posada en sí, las habitaciones, y demás, todo estaba entero y seco. La cocina seguía con todo tirado por el piso, al igual que los adornos en la sala. Pero a ojo de pájaro, vio que no había mayor cosa que lamentar. Recogió las rosas del suelo, fue a la cocina y tomó una de las jarras que se usaban para el agua de los huéspedes y la llenó de agua... ¡Uf! ¡Había agua corriente! Eso era una buena señal. Volvió a poner las rosas en el front desk. Y pensando en el orden de prioridades, comenzó a recoger y poner en orden la sala de estar.

—Luego seguiré con la cocina —se dijo.

Como a los quince minutos de que tanto Quique y Gunnar, como Jan, habían abandonado el mirador, los que quedaban oyeron el motor del coche de Quique que venía a llevar a don Manuel.

—Clarita. Ten paciencia, querida, que ya vengo por Uds. Toma en cuenta que don Manuel la debe estar pasando mal, así que cuanto más pronto esté en su cama, tanto mejor.

Quique se llevó a don Manuel, Dani y Marit, mientras que Gunnar fue a pie por el sendero de las reinas de la noche. Cuando llegaron a la posada, Jan había arreglado la sala y estaba recogiendo los pedazos de vajilla y ollas rotas que pululaban en el piso de la cocina. Quique y Gunnar acostaron a don Manuel de nuevo en su cama y Dani se quedó con él.

La posada del Sol y la LunaWhere stories live. Discover now