Capítulo veinticinco

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Sinagoga de Tel Aviv, Israel

ZILOE

Ziloe se apartó de su intenso escrutinio para buscar donde sentarse y lo hizo con cierta rigidez en una ornamentada silla de caoba tapizada en chenille morado. Alzó la cabeza y con toda la entereza que pudo reunir volvió a mirarlo.

—Sé que crees que puedas desentenderte de tu promesa sin consecuencia alguna, pequeña mujer de barro —siseó Luzbell. El apelativo con el cual la llamó sonó a insulto.

—No —articuló ella—. Sé bien que mi insensatez cobrará su precio.

—Lo hará, yo más que nadie en esta tierra sé que toda acción tiene como desenlace una reacción, en mi caso fue el desear algo que me estaba prohibido, con su consiguiente negación, mi furia, su defensa, mi derrota, su destierro —ejemplificó él. Ziloe no llegó a comprenderlo.

—Entonces, no hay nada más que decir —planteó Ziloe—, estoy dispuesta a recibir el castigo consecuente a mi falta, porque entiende esto, no creo en tu causa y mucho menos en tu victoria. No abriré para ti las puertas celestiales que te cerraron en la cara por mentiroso y traidor. Haz conmigo lo que quieras, concédeme la muerte, como dijiste antes, más vergonzosa, lenta y dolorosa, ahora sé quién soy, y este conocimiento me tiene agotada, no voy a luchar, no voy a resistirme, lo repito, haz lo que quieras.

Su sonrisa no se apagó tras sus palabras. Ziloe estaba confundida por su reacción, sabía bien lo temperamental que él era.

—Te creo, sabes —comenzó Luzbell después de unos segundos de mutismo—. Sé que estás dispuesta a dar la vida. Te contaré algo para que entiendas.

»El día que llegaste de la mano de Hariel a las regiones celestes, sitio creado y diseñado exclusivamente para los desterrados de los Cielos, me sorprendí, y no fue porque él no hubiese sido enviado por mí a seducirte con promesas de amor eterno, porque así fue —Ziloe se lo había imaginado, pero constatarlo le dolió, Luzbell debió notarlo en sus ojos—. Oh, vamos, no creíste que fue algo natural, ¿no es así? Que en búsqueda de tu aporte a nuestra causa el sucumbió a tus encantos y se enamoró de ti. No, así le dije que hiciera, y que te mantuviera feliz; hizo un excelente trabajo.

»Como decía, me sorprendió tu llegada, pues creí que serías, con todo y tu crianza religiosa, más reticente, más reacia, pero no, viniste a nosotros perfumada con una exquisita fragancia, la de la oportunidad de venganza, y te dejé quedarte, porque no a cualquiera se le permite la permanencia en nuestra morada, no es que traigamos a nuestro antojo a nuestras "novias humanas", no, tú fuiste la única mortal que ha pisado ese sitio, la única en contemplarlo.

»Prometiste ser nuestra llave, movida por el amor o por el miedo a la soledad, aún no lo sé, pero lo hiciste, y ahí entendí que era cuestión de tiempo. Debía esperar, pues un juramento nacido de un ser tan cambiante y voluble como lo es un mortal humano no era garantía suficiente, era necesario que esa promesa fuese sellada.

—No entiendo de qué hablas, ¿sellada de qué manera? —lo interrumpió Ziloe.

—Paciencia —le pidió Luzbell—, a eso iba. Lo único que podía hacer indestructible tu juramento era que a este se le aunara un pacto, pero no uno cualquiera, debía ser uno inquebrantable, Ziloe, un pacto de sangre, ¿vas entendiendo?, cuando te uniste físicamente a Hariel ese pacto de sangre selló tu promesa, y respóndeme esto, ¿cuál es el precio que se paga por romperlo?

Ziloe lo sabía bien.

—La muerte.

Luzbell sonrió de lado.

—Así es, si lo rompes, te mueres —le confirmó.

—Podrías haberte ahorrado la explicación, ya te dije que estoy dispuesta a morir en pago por mis errores —le recordó ella.

En el refugio de sus alas (Disponible en Físico)Where stories live. Discover now