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 Francesca y Jacob se encontraban sentados frente al hogar. Los niños se habían ido a dormir hacía unos minutos, así que el silencio abundaba en la casa. Se podía apreciar el sutil sonido del fuego y la cuchara sonando contra la taza de té de Francesca.

Pero ambos estaban callados. Se estaba haciendo una costumbre hacer eso, solo sentarse frente al fuego a compartir el silencio. Ahogarse en sus propios pensamientos sin necesidad de sentirse incómodos. Al principio sí lo había sido, porque la razón parecía ser una charla pendiente... pero se dejaban estar y disfrutar de ellos mismos de esa manera.

Francesca sabía que Jacob no se quedaría callado por mucho tiempo más. Tenía la certeza de que por más que fuera un hombre muy paciente, no debía hacer que llegara a tu límite y provocar que él mismo la hiciera dormir afuera por no ceder al amor que él le quería brindar.

Así que decidió romper el hielo.

—Gracias por dejar que me quedara aquí, Jacob.

Él volteó a mirarla lentamente.

—No tienes nada que agradecerme. Eres mi esposa, Fran, nunca te dejaría sola en un momento de necesidad. O en ningún momento en general.

Ella suspiró con una risa silenciosa.

—Pues, me lo merecería.

Él ladeó la cabeza.

—¿Eres feliz?

Ella alzó las cejas, sorprendida.

—¿Por qué no lo sería?

Jacob sonrió de costado muy ligeramente.

—Bueno, creo que serías feliz en serio si me dejaras amarte.

—Por favor, no me digas que me amas.

—No iba a decirte que te amo.

—¿Qué clase de verso ibas a inventar? Recuerda que no te sirvieron cuando éramos adolescentes, así que dudo que te sirvan ahora.

Jacob se largó a reír.

—Tus recuerdos son diferentes a los míos, pues fueron mis versos los que hicieron que terminaras siendo mi chica.

Ella negó con la cabeza, pero había una pequeña sonrisa, casi imperceptible, en sus labios.

—En lo absoluto. Terminé siendo tu novia porque cualquier cosa menos tus versos. Los piropos no son lo tuyo.

—Bueno, en eso tengo que ponerme de acuerdo. Los piropos son para otra clase de hombre.

Francesca rio en voz baja y se quedó callada.

Jacob esbozó una sonrisa y desvió la mirada hacia el fuego, respetando la pausa que se había formado en la conversación.

—Era feliz antes de todo —musitó ella—. Tan feliz. Fui infeliz por mucho tiempo —confesó—, pero eso comenzó a cambiar cuando te conocí a ti. Lo sabes. No tener padre me afectó más de lo que alguna vez me admití a mí misma y ser la crítica constante de mi madre no ayudó demasiado. Aprendí a hacer oídos sordos y ser feliz contigo y nuestra pequeña familia. Cuando me fui... No, no era feliz. La felicidad apenas si está regresando y es gracias a ti. De nuevo.

—Y los niños.

Francesca sonrió.

—Ellos nunca dejaron de ser mi felicidad. Son mi pequeña luz en la oscuridad que a veces me rodea.

Jacob exhaló con fuerza y se acercó. Ella lo siguió con la mirada hasta que estuvo sentado a su lado. Los ojos azules de su esposo resplandecían gracias al fuego brillante del hogar.

—Y yo haré lo posible para que esa oscuridad vuelva a desaparecer por completo. Te prometo que no volveré a tropezar con la misma piedra y que estaré a tu lado como lo he estado todos estos años. Te amo, Francesca, tanto como alguien puede amar, y ya no quiero que estemos separados.

Ella abrió la boca.

—No, déjame terminar —interrumpió él. Francesca sintió que se le erizaba la piel—. Quiero poder salir de mi ducha y encontrarte tirada en nuestra cama, acostarme a tu lado, abrazarte y dormir contigo toda la noche. Quiero que seas lo último que vea cuando cierre los ojos y lo primero cuando los abra en la mañana. Sé que soy que capaz de devolverte toda la felicidad que he hecho que pierdas. Por favor, Fran, dame otra oportunidad.

Los ojos de Francesca estaban rasados para ese entonces y su corazón latía con tanta fuerza, que pensó que se le saldría del pecho. Dejó la taza a un lado y frotó las manos contra los pantalones, pues sentía las palmas sudadas.

Entonces se dio cuenta de que no elegiría otra cosa, porque nadie nunca podría ser capaz de hacerla sentir como una adolescente a sus treinta y un años de edad. Nadie nunca la haría temblar, llorar de felicidad o excitarla con solo una mirada fija.

Así que, sorprendiéndolo, se sentó sobre sus rodillas y luego a horcadas sobre Jacob, quien se veía asombrado, ilusionado, quizás un poco cachondo. Para ella no era diferente.

—Jacob —susurró—. Si vuelves a desilusionarme te cortaré el miembro y se lo daré al perro del vecino.

Él sonrió y sus ojos se llenaron de lágrimas. Negó con la cabeza.

—Solo tú puedes excitarme con esas palabras.

Francesca sonrió.

—Te amo.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de su esposo, a pesar de que una sonrisa le estaba partiendo la cara en dos.

La tomó por la nuca y estampó sus bocas, dándole un beso tan fuerte y profundo que Francesca se largó a llorar, desbordada de emoción. Se sujetó de sus fuertes hombros y de sus mejillas repletas de barba incipiente y su cabello corto y suave.

Y lo besó como si no lo hubiera visto en años.

Entendió, de pronto, por qué algunas parejas se peleaban tanto: las reconciliaciones eran hermosas.

No me digas que me amasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora