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Adler se recostó en su cama y cerró los ojos suspirando. Se odió por haber hecho lo que hizo, no quería que Frieda sintiera que él quería utilizarla o algo parecido. Le gustaba, le gustaba demasiado y tenerla viviendo cerca no ayudaba para nada, la idea de imaginarla con Mauricio lo hacía enfadar y le hacía sentir unos celos que explotaban dentro de él como fuegos artificiales.

La noche con Renée no fue mala, la chica era divertida y alocada, y le había dicho desde el inicio que no tenía interés de tener una relación ni nada serio. Él había estado de acuerdo y habían quedado en salir ocasionalmente cuando ambos tuvieran ganas. No era del tipo de relación que Adler acostumbraba a tener, sin embargo le parecía una buena opción para olvidar a Ava por completo. Y la verdad es que Adler estaba confundido, entre su largo noviazgo con Ava y la horrible sensación de humillación por la que había pasado tras el engaño de esta, más el deseo y las mariposas que le despertaba Frieda, no sabía qué hacer, qué decir o qué pensar. Lo que sí sabía era que no quería una relación seria en ese momento, no después de lo que había vivido, además tampoco podía pensar en Frieda como algo más que lo que era, una chica con la que había crecido y que por lo general lo odiaba.

Sin embargo ella le daba señales confusas, señales que lo hacían volverse loco. Había algo en ella que le atraía, era su piel, su pelo, sus ojos... era toda ella. Era esa mezcla de niña y mujer que solo veía en Frieda, era ese carácter altanero y caprichoso que lo divertía, esa relación de odio y a la vez atracción que los unía. Suspiró intentando calmar a sus hormonas, a sus pensamientos, a sus deseos.

El sonido de su puerta abriéndose llamó su atención. Ahí estaba ella, cerca de las cuatro de la madrugada, parada en la puerta con el pelo desaliñado y una almohada negra con corazones blancos abrazada en su pecho. El cuarto estaba a oscuras pero la tenue luz de la luna se filtraba por la ventana.

—¿No puedes dormir? —preguntó Adler y ella negó. Cerró la puerta tras de sí y se acercó un poco más. El chico la observó sin entender qué es lo que buscaba.

—Enciende la luz de tu mesa de noche —pidió Frieda y él obedeció. Todo sucedió demasiado rápido. Él se incorporó para encender la luz y cuando se volteó a verla, ella ya no llevaba la almohada en el pecho, la había dejado sobre la cama. Y no traía nada puesto.

Su piel blanca, sus pechos erguidos y salpicados con algunas pecas, su pelo cubriendo parte de los mismos. Adler abrió los ojos sorprendido y balbuceó alguna que otra cosa sin encontrar las palabras exactas.

—Ya está, ahora ya sabes que sí los tengo. No serán como los que te gustan, o los que le gustan a los chicos, pero están aquí... y son míos...

—Son perfectos —dijo Adler acercándose a ella y mirándola a los ojos. Ella parada a los pies de su cama con el torso desnudo, él arrodillado sobre el colchón viéndola, ambos sintiendo que el calor les subía por las venas.

Ni príncipe ni princesa ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora