12. Prisionera

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La presión sobre mi cuello me obliga a dejar caer una de mis dagas.

—¿Qué traes ahí? —pregunta molesto el soldado al ver la daga que todavía sostengo en mi mano.

Aligera su agarre para quitármela. No me voy a dejar. Lo bloqueo e intento herirle, pero como mi posición no me permite ver sus manos no anticipo sus demás movimientos. Él le da una patada a mi mano y dejo caer la otra daga.

—Una mujer no puede portar armas, tendré que arrestarte —se burla. Maldita rata.

—¡Suéltame! —Aquí nadie me va a escuchar.

Quizá fue estúpido de mi parte venir hacia acá, pero qué otra opción tenía. De nada sirve lamentarse ahora.

El soldado me obliga a ponerme de pie, a colocar mis manos detrás de mi espalda y después presiona su cuerpo contra el mío para retenerme. Maldito.

—Tú y yo la pasaríamos tan bien —dice, frotando su entrepierna en la parte baja de mi espalda. Su aliento sabe a carne y cerveza. Quiero vomitar. Quiero matarlo.

—¡Déjame…!

—Olvídalo, preciosa, ahora le perteneces al rey.

¡Y una mierda! Más soldados se acercan. Me vendan los ojos para que no pueda ver nada. ¡No!

—¡SUELTENME!

También sujetan mi boca.

—Duérmanla ya —ordena la rata.

—Todavía no, juguemos un rato con ella —ríe uno de ellos y levanta mi vestido.

¡NO!

¡NO!

¡POR FAVOR, NO!

—Se darán cuenta si no llega virgen.

—Van ustedes a creer que la puta esta es virgen. Al menos echemos un vistazo.

—Esta es un encargo especial. Si la llevamos con un solo rasguño Malule se enojará.

¿Malule?

¡GIO!

¡AYÚDAME, PAPÁ!

Me siento pequeña y débil.

—¿Qué hacemos con el caballo?

—Tráiganlo también.

Me obligan a caminar a ciegas por el bosque y entre dos me trepan a… mis manos sienten madura húmeda, fango, heno... La carreta.
Tantas veces escuché historias de campesinas que corrieron con la misma suerte. Ahora yo.

¡NO!

¡YO NO!

—¡Duérmanla antes de que se alebreste más!

Cuatro manos me sujetan. Un olor acebo me inunda y…

Abro los ojos pero no puedo ver nada. Tampoco puedo gritar. Tengo la boca y los ojos vendados. ¿Dónde estoy? Un olor pimentón me hace adormitar a pesar de que intento no volver a cerrar los ojos. Me dejo vencer una y otra vez, pero me incorporo pronto.
Estoy atada de pies y manos. Soy una prisionera. Madre. No sirvió de nada que mi padre me enseñara a defenderme. Una mujer no puede igualar la fuerza de un hombre, de dos hombres, tres, cuatro, cinco. Cinco contra una. Cobardes.

Este lugar huele a sangre y humedad. ¿Dónde estoy? Escucho sollozos. Una mujer está llorando a poca distancia de donde estoy yo. ¿Quién eres?

Crónicas del circo de la muerte: Reginam ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora