Al final

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—Solo una señal... Solo necesito una señal para continuar con todo esto. Por favor, dame una señal.

Otra vez estoy en lo más alto del edificio, mirando el oscuro azul del cielo, esperando que alguna luz divina detenga lo que por mucho he planeado hacer. Estoy devastado, hecho pedazos, lo suficiente para sentirme excluido de la realidad, pero no lo necesario para querer dejarla. Así que, vuelvo a llamar colmando mis pulmones con aire.

—¡Vamos dame una señal y permaneceré aquí! ¡Seguiré adelante! ¡Dame una maldita señal y no me lanzaré!

Quedo exhausto. Mi estómago se contrae y, de manera inevitable, los sollozos estallan en gritos desgarradores que me queman la garganta, que la raspan sin piedad alguna. ¿Qué sucedió para que estuviera al borde de cometer suicidio? Regreso atrás, a mi pasado, hago una vista en retrospectiva a la espera quizá, de ver de nuevo la puerta abrirse y no sentir más. Miro la puerta aguardando la llegada de alguien, de la señal, de esa persona que me diga que todo ya pasará. Pero allí no está nadie.

Inspiro hondo, aprieto mis puños y doy un paso hacia adelante. Los autos y las personas que pasan abajo son diminutos, pequeñas hormigas de rutina ya forjada. Me pregunto... qué pasaría cuando mi cabeza esté rota y la sangre manche el pavimento.

¿Y si caigo sobre alguien? No. Ni hablar. No quiero eso. Si me llevaré mi miseria que sea en solitario, sin perjudicar a nadie.

Ya he hecho suficiente...

Exhalo el aire de mis pulmones y doy otro paso. Ya nadie va a recordarme, aunque eso es un hecho ya; mi recuerdo quedo en el olvido, oculto bajo una capucha. Junto con ellos.

La mitad de mis pies están en el exterior, tocando la nada. Ya es otra de tirarse.

Miro una vez más al cielo, desafiándolo, diciéndole que realmente lo haré, que no estoy jugando. Ya no ruego, ya no pido nada. El impulsivo silencio de la noche me es un reto para cumplir con lo dicho. Nadie llegará. No hay señal. No hay nada. Es lo sensato. Es lo correcto. Lo haré de una buena vez ante de...

El corazón se me para y luego late con furia. Puedo sentir mis órganos removerse. Retroceso de la impresión y caigo hacia la zona segura del edificio. Mi espalda se golpea con el piso duro.

Algo familiar suena en el silencio que se prolonga en la altura del edificio. Emana de mi bolsillo en una melodía pegajosa y repetitiva. Meto la mano al bolsillo y saco el celular.

Es una llamada de la compañía telefónica.

Contesto.

—Buenas noches, mi nombre es Ross Alexander. Estoy llamando desde la compañía Reburn para ofrecerle una promoción. ¿Es usted Thomas Morgan?  



Mi última señal ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora