Prólogo

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Había sido una semana de duro trabajo. Si no fuera porque adoraba su trabajo, hacía mucho que hubiera desistido de ir. Su jefe era insoportable, tenía un carácter de los mil demonios, pero ella tampoco era de las personas que se dejaban. Claro que no, sabía que su trabajo era importante, así que no tenía reparos en poner un alto.

Suspiró con cansancio, el ascensor estaba dañado, por lo que acababa de subir las gradas hasta el tercer piso a su apartamento. Al acercarse por el corredor, lo vio, parado en el umbral de la puerta, aún a lo lejos era capaz de quitarle el aliento. Sabía que estaría ahí, no obstante, el temor de no volver a verlo la inquietaba todo el día hasta que, a la noche, lo volvía a encontrar, esperándola, como siempre.

Con disimulo apuró el caminar y cuando estaba a unos cuantos pasos, él notó su presencia y presuroso cortó la distancia tomando su boca con pasión.

Haciendo un gran esfuerzo se separó después de un par de minutos.

–Lo mejor es que entremos –exclamó en un susurro Melina.

Él asintió despacio y con cuidado la soltó, permitiendo que abriera la puerta, para inmediatamente seguirla al interior del apartamento.

–¿Tienes hambre? –Diego negó con la cabeza–. Yo tampoco... estoy exhausta –comentó.

Sin más él había dado vuelta y se dirigía a la puerta.

–No –gritó–. No te pido que te vayas. Quédate.

Esas eran las palabras que él deseaba escuchar. Lentamente Diego se acercó y empezó a besar su oreja y con vehemencia pronunció:

–¡Cuanto te amo! –siempre lo decía, era una constante que se repetía en todos sus encuentros. Melina sabía que era una mentira, que todo lo que vivían era una farsa, pero no le importaba, ya no. Todo valía la pena solo por aquellas palabras salidas de sus labios, qué más daba el ayer... el mañana.

A cada caricia suya sentía como poco a poco ya no podía respirar, ni pensar. Solo sentir...

–Apaga la luz, por favor –pidió con voz ahogada. Y Diego así lo hizo, porque ya lo sabía, era la única condición siempre.

Cerró sus ojos en el último momento antes de rendirse a él. Por un instante, cada noche, dejaba que el amor fuera ciego...

En mitad de la noche Diego despertaba y se marchaba. Depositaba una rosa de distinto color cada noche en su almohada y tiernamente le besaba la frente, creyendo que estaba dormida.

Pero, nunca era así, Melina siempre sentía la dulce caricia y los pasos sigilosos al marcharse.

Ocurrió como de costumbre la puerta chirrió al abrirse y ella prendió la luz de la lámpara.

¡Roja! por supuesto, porque era viernes. Así que no fue solo un sueño –suspiró– Otra vez había pasado. ¿Por qué?

Solía repetirse a sí misma cada mañana que eso no volvería a suceder, que sería fuerte y rechazaría esos momentos en el paraíso porque eran una locura. Sin embargo, ¿qué más daba? Nunca era lo suficientemente valiente para negarle algo. Lo había intentado y había fracasado estrepitosamente porque se sentía perdida cada vez que miraba sus ojos, sus manos, su cabello, su sonrisa. Poco a poco el sueño se volvió a apoderar de Melina y con un suspiro cerró sus ojos, todavía visualizando la imagen de su Diego.

Una rosa en la noche (Italia #2)Where stories live. Discover now