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Berta bajó al comedor para cenar con sus amigos, ya solo les quedaba dos días en Alemania y por más que no estuviera de humor y prefiriera quedarse a dormir, quería atenderlos como se merecían, después de todo nadie hizo por ella lo que ellos habían hecho. Rafael estaba cocinando y Carolina ponía la mesa.

—Siéntate, Berta —dijo la mujer al verla ingresar.

—Gracias —susurró—. ¿Los chicos?

—Samuel baja enseguida, se está bañando. Adler y Frieda no sé dónde están, llevan unas cuantas horas perdidos —añadió sonriente.

—¿Están juntos? —preguntó la mujer.

—Eso parece —asintió Carolina.

Fue en ese mismo instante que oyeron la camioneta de Adler llegar, minutos después los vieron ingresar tomados de la mano, riendo. Carolina sintió una inmensa alegría al entender que por fin se habían animado a enfrentar sus verdades y sus dolores, ella sabía que su hija amaba a ese chico y que probablemente no volvería a amar así, pero también sabía que todo tenía su tiempo y que el amor de ellos necesitaba madurar para hacerse más sólido.

—¿Están juntos? —preguntó apenas los vio entrar.

—Sí —dijo Adler sonriendo—, veníamos a decirles eso —afirmó y luego la besó en la frente.

—¡Oh! ¡Eso es tan fantástico! —dijo la mujer acercándose para abrazarlos a ambos al mismo tiempo.

—¿Estás feliz o nos quieres matar, tía? —inquirió Adler y Carolina le dio un pequeño golpe en el hombro.

—Cállate, niño. Me hiciste sufrir un buen tiempo, y ni qué decir a mi niña, déjame disfrutar este momento, recuerden que ambos son mis hijos —añadió.

—Ahora eres mi suegra, tía, tengo que odiarte —bromeó el chico.

—Yo debería odiarte por ocultarme tanto tiempo que te estabas divirtiendo con mi hija bajo mi techo —dijo Carolina mirando al chico—, pero no puedo, Adler... recuerda que te cambié los pañales —añadió.

—No te conviertas en esas tías pesadas que hacen quedar mal a los sobrinos apretándole los cachetes y recordando cuando le cambiaba los pañales —bromeó Adler y Carolina rio—. Además ahora es ella la que me cambiará los pañales —dijo señalando a su chica.

—¡Asqueroso! —gritó Frieda empujándolo.

Todos sonrieron y pasaron a sentarse a la mesa, Samuel bajó y los vio, sonrió.

—¡¿Al fin volvieron?! ¿Y ya son públicos? —inquirió.

—¿Lo supiste todo ese tiempo? —preguntó Rafael mirando a su hijo que se encogió de hombros en respuesta.

—¡Dios! Hemos criado unos monstruos —bromeó Carolina y todos rieron.

—¿Cómo van a hacer? —quiso saber Rafael ya sentados a la mesa y mientras comían.

Ni príncipe ni princesa ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora