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Cuando abrí la puerta de casa, deseé que Rachel hubiese tenido un buen día, sin sustos.

Por primera vez en mucho tiempo, llegué a mi apartamento completamente falta de energía y con la absoluta necesidad de meterme en la cama y dormir.

Me di cuenta de que discutir con el señor Miller me había puesto en un estado de tensión insoportable.

Nada más dejar mi abrigo en el armarito de la entrada, mi hermana irrumpió en el salón luciendo una enorme sonrisa.

–      ¡Sarah! ¡Sarah! – gritaba ella entusiasmada.

Suspiré de alivio al ver que tenía mejor cara que el día anterior y que estaba relativamente contenta.

–      ¿Qué tal cielo? – pregunté mientras la acariciaba la mejilla.

–      Tengo una sorpresa para ti – sonrió ella.

La observé, expectante. Tal vez me había hecho un dibujo de los suyos. Me encantaban los elefantes que pintaba Rachel. Siempre tenían las orejas enormes y la trompa muy corta. “Para que no se les enrede en los pies”, decía ella.

–      Ha venido a verte tu amigo John – dijo mi hermana, orgullosa de darme aquella noticia.

“John”. Aquel nombre resonó en mi mente con fuerza. Varias veces.

Al principio no lo encajaba. ¿A qué John conocía yo que pudiese estar en mi casa?

Sí, cierto era que teníamos un primo lejano llamado John. Pero vivía en Europa y apenas le había visto dos veces en toda mi vida.

El único hombre que podía pisar mi casa sin extrañarme era Charlie, mi exnovio. Con quien decidí terminar la relación cuando mis padres fallecieron.

Yo tenía que dedicarle mucho tiempo a mi hermana y él no estaba conforme. No quiso reconocerlo, pero cada día estaba más distante y nos veíamos menos. Y yo no podía obligarle a compartir mis obligaciones. Rachel era mi hermana y mi prioridad, y el hombre que quisiera compartir mi vida conmigo, tendría que asumirlo de buena gana.

Charlie lo comprendió y desde entonces somos buenos amigos.

Pero Charlie no se llamaba John.

–      Hola Sarah – dijo una voz masculina.

Elevé la mirada y entonces lo vi. A él. En mi cocina. En mi casa.

El elegante abrigo largo de paño austríaco caía casi hasta los pies del señor Miller, quien me estaba clavando sus ojos azules sin piedad alguna. Su elegante silueta contrastaba con lo desgastado de la madera de la puerta y con la alfombrilla  vieja que había justo antes de entrar en la cocina.

Por un instante me quedé paralizada.

Tuve ganas de lanzarme contra él, gritarle y agarrarle por el pescuezo por atreverse a inmiscuirse en mi intimidad.

Pero no dejaba de ser mi jefe y aquello no me convenía.

Tuve que conformarme con un:

–      ¿Qué demonios hace usted aquí? Estoy ocupada – fue una manera sutil de decirle que sobraba en mi entorno doméstico.

Me aproximé hacia él para ver si Molly estaba también en la cocina.

Efectivamente. Allí estaba, sentada, frente a dos tazas de té y con cara de no haber podido evitar todo aquel desastre.

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora