Capítulo 16

58.9K 7.6K 12.3K
                                    

Si el mayordomo vestido de frac que les abrió la puerta tan majestuosamente se percató del parecido de Sebastian con la familia, no se le notó en sus maduras y enjutas facciones. 

—Buenas tardes, bienvenidos —saludó en un marcado acento extranjero. 

—Gracias, Enrique —le sonrió Sarah Gellar. 

—¿Qué hay Enri? —Gerald chocó los puños con el mayordomo. 

Ginger giró sobre su propio eje para poder abarcar con la vista todo el vestíbulo principal. 

Era un salón circular de techo alto en el cual pendía un candelabro de araña hecho de cristal. El piso de mármol beige era tan brillante que se veía reflejada en él. Un alto jarrón chino adornaba el centro. La decoración y los muebles seguían una gama de colores entre beige y blanco dándole al lugar un estilo clásico y sofisticado. 

Frente a ellos se imponía una escalera curva con baranda dorada que daba acceso al segundo piso. 

Ginger se quedó junto al jarrón pasando los ojos por este objeto o por este otro. Vio a Gerald perderse tras una puerta, seguramente la cocina. Sarah guiaba a Sebastian por cada rincón del vestíbulo contándole animadamente la historia y anécdotas de cada mueble como si lo estuviera poniendo al corriente de todas las vivencias que se había perdido. 

Ella no paraba de hablar, vociferar y señalar cada esquina «¡Oh, mira! La marca que dejó el abuelo Joseph...».

Sebastian se limitaba a asentir distraídamente, de vez en cuando sonreía y miraba los objetos sin prestarles atención. Su cabeza estaba muy lejos de ahí. En un callejón oscuro, pestilente, húmedo, mohoso, cutre, infestado de ratas y de muerte. 

Y luego miró a Sarah. 

«Estoy tan arrepentida». 

Arrepentida. 

¿Así de fácil se solucionaban las cosas? ¿De verdad era tan sencillo? ¿El pasado se enterraba mágicamente? ¿Sin secuelas? ¿Sin cicatrices? ¿Ni heridas? 

—...y este es el reloj cucú de la tía Harriet... —se interrumpió cuando miró de soslayo hacia su lado y no encontró a Sebastian. 

Se volteó y lo vio rezagado en el último lugar por donde habían pasado, de espaldas a ella, con hombros rígidos y puños apretados a los costados. 

Sarah se acercó y tocó su brazo. La mirada de su hijo era dura y su mandíbula estaba tensa. 

—Sebastian —dijo casi en un susurro—, acompáñame, te mostraré algo —y comenzó a caminar escaleras arriba, sin mirar atrás. Sabía que Sebastian la seguiría. 

Y así lo hizo. 

Ginger los vio perderse en el pasillo superior y vaciló. ¿Debía seguirlos o quedarse ahí? 

Como por obra de una invocación, Gerald apareció silenciosamente a su espalda, masticando un sándwich con ahínco, provocándole un sobresalto cuando le dijo: 

—Ve con ellos, pero guarda tu distancia. 

Lo miró un breve momento antes de asentir y subir las escaleras. 

Se detuvieron frente a una puerta del mismo aspecto que las demás.

Sarah apoyó una mano sobre la hoja de madera oscura y con la otra jaló la larga cadena plateada que colgaba de su cuello. 

El brillo de una llave refulgió entre sus dedos cuando la introdujo en el picaporte haciéndola girar lentamente hasta que la cerradura emitió un sordo clic. 

Lo que todo gato quiereDonde viven las historias. Descúbrelo ahora