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La semana siguiente John Miller tuvo que viajar a Rusia, así que no me quedó más remedio que coger un taxi todos los días para ir a darle clase a su hija.

La relación con mi jefe se había estabilizado, más o menos. Cuando él me llevaba en coche hasta su casa, solía contarme sus preocupaciones respecto a la empresa y también me comentaba los libros que se había leído últimamente.

Me costó reconocer que yo disfrutaba de aquellos veinte minutos de viaje, al ir y al regresar.

Él siempre me sonreía al despedirse.

En la oficina todo continuaba según la normalidad. Nuestro rol jefe – secretaria logró mantenerse lo suficiente como para que trabajar juntos fuese cómodo. A excepción de esta última semana, en la que el señor Miller tuvo que viajar y yo me quedé sola organizando sus informes, reuniones y demás asuntos.

Hoy era el último día antes de que John regresara. Como siempre, saludé a Brigitte y subí en el ascensor hasta el tercer piso.

Allí esperé a que Carla saliera de su habitación – habíamos acordado que yo no entraría sin su permiso pero que ella sería puntual en nuestras clases y saldría a recibirme a la hora exacta: las cinco y media –.

Pero no salió.

Esperé diez minutos más.

Durante aquel rato reflexioné acerca de cómo había ido evolucionando el extraño vínculo que se había formado entre aquella adolescente y yo.

Carla nunca me trataba con cariño ni con respeto. Solía ser desagradable. No me saluda y a duras penas conseguía que me mirase a los ojos cuando le estaba explicando algo.

Pero el hecho de que se estuviese dejando enseñar, al menos un poquito, para mí ya era un triunfo.

Con el paso de los días, dejé de juzgarla. Por el contrario, decidí tratar de comprender qué se escondía detrás de aquel comportamiento tan hostil.

Obviamente, muchas ideas acudieron a mi cabeza: la muerte de su madre, el exceso de horas de trabajo de su padre, el exceso de dinero a su disposición a tan corta edad, las nuevas tecnologías, la presión social…  Entonces pensé que tal vez lo que le hacía verdadera falta a esa niña era simplemente un poco de amor.

Y aquello se conseguía tratándola bien y con respeto a pesar de todos sus desaires y desprecios. Y así lo vine haciendo hasta entonces.

Me tragué todas sus malas palabras y retiré de mí misma las ganas de contestarla y rebajarme a su nivel.

Supe que cada vez que yo me retraía y la miraba con compasión, ella se sorprendía y trataba de defenderse levantando un muro entre ambas. Básicamente me ignoraba.

Miré el reloj. La puerta de su cuarto estaba cerrada. No había señales de Carla por ningún lado.

Me acerqué y toqué suavemente con mis nudillos.

–      ¿Carla? – pregunté.

No hubo una respuesta… Directa. Pero escuché algo.

De nuevo se apoderó de mí el pensamiento de: “drogas, alcohol, condones, facebook, instagram y demás”.

No quería pillarla en una situación incómoda. Yo no era su madre, y ni mucho menos, su padre.

Volví a golpear la puerta, pero con algo más de ánimo.

–      ¡Déjame Sarah! – gritó ella en mitad de un sollozo.

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora