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El primer —y sutil— movimiento de mi padre tras mi regreso fue la proposición que me hizo a la mañana siguiente:

—¿Por qué no te tomas un pequeño descanso, Jedham? —me preguntó mientras yo terminaba de servirle el desayuno; gracias a los cielos, cuando caí rendida por segunda vez no me vi asolada por ningún mal sueño—. Acabas de regresar a casa después de una misión arriesgada que casi te condujo a la muerte... Disfruta un poco de haber vuelto a tu vida.

—Quizá me necesitéis allí —respondí de manera evasiva, refiriéndome a las catacumbas que conducían a las cuevas del desierto que había más allá de las murallas de la ciudad.

Había sido un arduo trabajo que se remontaba a mucho tiempo atrás. Muy pocos conocían el secreto de las catacumbas, pues muchos de los pasadizos se habían derrumbado a causa de las inclemencias del paso del tiempo; mi padre me había contado siendo niña que los pasadizos que conducían a las cuevas del desierto habían sido una vía de escape de la ciudad. Por si llegaba el momento de abandonarla.

Y ahora nos servía a los rebeldes para poder movernos a nuestro antojo sin levantar sospechas.

—Estamos a expensas de recibir un cargamento que hemos conseguido robar en Fallon —me contestó, intentando que yo le dijera que lo haría; que me quedaría en casa mientras él desaparecía durante días—. No hay nada que puedas hacer.

No supe si creerle del todo. Después de la discusión de ayer, mi padre estaba desesperado por intentar hacerme entrar en razón; convencerme para que lo abandonara todo. Creía erróneamente que si me alejaba lo suficiente de la Resistencia estaría a salvo, se aferraba a esa endeble esperanza.

Sin embargo, si alguna vez el Imperio descubría a mi padre, yo no estaría a salvo. Los nigromantes también vendrían a por mí.

Nunca me permitirían seguir con vida.

Fingí que tomaba sus palabras como ciertas y asentí, prometiéndole que me quedaría en la ciudad y retomaría mi vida. No sabía cómo habría explicado mi ausencia todo el tiempo que había pasado con Al-Rijl, pero no me costaría mucho inventar una excusa delante de los vecinos si alguno de ellos preguntaba por ello.

Terminé de servirle el desayuno a mi padre y ocupé mi silla, de manera inconsciente desvié la mirada hacia la que estaba vacía. La que ninguno de los dos usábamos porque había pertenecido a mi madre y mi padre, en ocasiones, contemplaba con un brillo desgarrado, lamentándose todavía por su muerte.

Culpándose a sí mismo.

En cierto modo, sabía que tenía que sentirme mucho más que agradecida con mi padre. Cuando se llevaron a mi madre, acusada de traición, bien podría haber hecho como muchos otros en su misma situación: rendirse ante la melancolía; caer en una profunda depresión por la pérdida. Rendirse.

EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora