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Tuve una terrible discusión con una funcionaria francesa que trabajaba en la administración central de París.

Sucedió a las nueve de la mañana y John Miller me escuchó casi gritarle a aquella mujer.

De nuevo habían tenido un retraso con los pagos, los economistas que trabajaban para Terrarius ya le habían notificado al banco francés el falto del cobro y se les había insistido de varías maneras y por muchas vías.

Yo simplemente había llamado para pedir el informe que tenían del último mes, en cuanto a reuniones, acuerdos y demás. Era la información que me había pedido John.

La administrativa me dijo que no estaban disponibles, que no había ninguna manera de conseguirlos y que llamara otro día. ¿Sería posible aquello?

Y tal vez aquella impertinente francesa estuviese diciendo la verdad, no lo sé.

El caso es que me alteré muchísimo. Y tal vez mi ansiedad, no se debiera por completo al maldito informe.

Colgué el teléfono y traté de respirar.

En seguida, John salió de su despacho y puso ambas manos sobre mis hombros. Mis compañeras observaban y yo recé porque mi jefe no hiciera ninguna demostración afectiva en público. Sería un grave error.

–      Tranquila, Sarah. Llamaré más tarde personalmente y me encargaré de que lo solucionen.

–      De acuerdo… Es que este es el problema de siempre, y me desgasta mucho. Siento haber estado gritando – me disculpé en voz baja.

Sentía sus manos, grandes, sujetándome. Aún las tenía apoyadas sobre mí.

Me acarició sutilmente el brazo al retirarlas.

–      No te preocupes, también necesitan que les griten – sonrió él.

Me miró con unos ojos tranquilos y felices antes de volver a entrar en su despacho.

Y todo recobró la normalidad.

A pesar de que mis compañeros parecían absortos en sus ordenadores, yo me había sentido tremendamente vigilada durante el instante en el que John había venido a tranquilizarme.

Tal vez, para el resto de los empleados de Terrarius aquello había sido solo un acto de solidaridad por parte del señor Miller, como cualquiera hubiese hecho en su lugar al ver a su secretaria fuera de sí.

Pero yo, que aún temblaba como un flan cada vez que John me rozaba con sus manos, tenía un miedo abismal a que mis compañeros supieran la verdad.

Decidí que debía tranquilizarme, y sobre todo, dejar de sentirme culpable.

Yo no había buscado besar a mi jefe, no había maquinado ningún plan para tirarme a su cuello. Había sido natural, nadie lo había forzado y aún así, por alguna razón, me sentía como si me estuviese aprovechando de mi posición.

“Tal vez deba dejar este trabajo”, fue lo que pasó por mi mente.

La otra opción era acabar con lo que había crecido entre nosotros, yo y mi jefe. Podría decirle que había sido un error, que era mejor mantener el status quo, que veníamos de mundos muy distintos y que la diferencia de edad acabaría por convertirse en un problema.

Podría alegar que su hija no estaba preparada para que su padre tuviera pareja y que además, sus empleados no aceptarían que su secretaria personal pasara a ser su “novia”.

“Y también podemos seguir besándonos sin que nadie se entere durante años y fingir que no ocurre nada”, pensé después.

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora