LA SEÑORA RODRÍGUEZ

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Tras un aburrido fin de semana de estudio, llega el lunes. Son las 20.15 h, y yo sigo en la biblioteca. Antes, mi hora límite eran las 20 h. Cuando el reloj marcaba la hora en punto, agarraba la mochila y marchaba. Ya era libre. Sin embargo, estos días he tenido que quedarme un poco más para poder preparar bien los exámenes finales. No puedo permitirme suspender ni bajar mucho mi nota media, o perdería la beca que me otorga la universidad.

Hasta ahora, nunca he tenido problemas para aprobar —soy de esos alumnos que dicen que van mal y luego sacan un sobresaliente—, pero siento que cada vez me cuesta más concentrarme. Llevo dos horas en la misma página del libro de Psicología de la Educación, y no avanzo.

—Ay, Freud... —Subrayo el nombre en color verde—. No me extraña que pudieses investigar tanto los sueños. —Bostezo—. Duermes a cualquiera, hijo mío.

Me rindo. Opto por marcharme a descansar. Mañana será otro día, un día en el que las ganas de estudiar volverán. Sí, así como vuelven las golondrinas al comienzo de la primavera. Sí, así volverán. O eso quiero creer, porque lo único que sé con certeza es que ya estoy desvariando. Tengo demasiados pájaros en la cabeza, y nunca mejor dicho.

Cierro el libro y recojo con intención de escapar, pero miro el reloj de la biblioteca —muestra las 20.19 h— y me detengo. De salir ahora, llegaría a las 20.45 h. En principio, es una buena hora, ¿no? Pues no. A quién quiero engañar. Estoy esperando porque quiero llegar sobre las 21 h y coincidir con la chica del ascensor, con quien me he topado las dos veces que he vuelto a esa hora de la biblioteca.

Además, ya tengo el tema de conversación preparado para hoy. El viernes vi de principio a fin la película basada en el libro que está leyendo, y estoy ansioso porque comentemos la historia.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac...

Las 20.30 h. Ya puedo irme. Cargo con la mochila y salgo pitando.

—Hasta mañana, señorito Forua —me saluda susurrando Emilia, la bibliotecaria.

Es una mujer bajita, delgada, de rostro pálido y ojos muy pequeños. Parece una ratita de laboratorio, vestida con ropa de los años setenta. Tan siniestra como adorable.

—¡Hasta luego, Emilita!

Como había previsto, llego al portal a las 21 h en punto. Me dispongo a meter la llave, pero mi pulso no quiere colaborar. Por alguna razón, encontrarme con la chica me pone nervioso. Trato de calmarme, respiro profundo y...

—¿¡¿Quieres hacer el favor de abrir de una maldita vez?!? —gritan detrás de mí.

Pego un bote, la llave se me cae y al apresurarme a recogerla del suelo, me encuentro con unos relucientes mocasines. Ya sé quién los calza:

—¡Señora Rodríguez! —Me incorporo y saludo a la anciana cascarrabias que vive en nuestro mismo rellano.

—¿Podrías dejar de hacer el imbécil?

Me empuja a un lado, tan agradable como siempre, y abre ella misma la puerta. La sigo a los ascensores, como un pollito a su madre, hasta que se monta en él derecho —empiezo a pensar que el izquierdo no funciona—, y me detengo, dubitativo.

—¿No quieres subir?

—Eh... —Quiero subir, sí, pero no con ella. ¿Cómo voy a hablar con la chica del ascensor con la señora Rodríguez de por medio?

—¡¡¡Vamos, jovenzuelo!!! —se impacienta—. No voy a llegar a la telenovelucha.

—Sí, perdone.

—¡No me trates de usted!

Asiento y, armado de valor, monto, siendo consciente de que si quiero ver a la chica del ascensor, no tengo otra opción.

—Al décimo piso, por favor —digo.

—Lo sé, cretino. Somos vecinos.

Empezamos bien...



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69 SEGUNDOS PARA CONQUISTARTE (EN LIBRERÍAS Y WATTPAD)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora