Lago de Plata

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En aquella ocasión, desde el mismo momento en el que despertó, Lincoln supo que estaba durmiendo en la carpa que había armado en el patio trasero de su casa. El ruido del viento y la semi oscuridad no lo confundieron ni asustaron. Tampoco le extrañó sentir que sus pies estaban sumamente fríos, pues habían estado fuera de la frazada toda la noche, y aunque a juzgar por la luz que se filtraba el día prometía tener un buen clima, la carpa no ofrecía mayor protección ante el frío nocturno. Sólo sus pies tenían aquel problema, sin embargo. Toda la parte superior de su cuerpo estaba cómoda y cálida. No sólo era porque esa parte sí estaba cubierta por las frazadas, sino porque estaba literalmente acostado sobre Luna, apoyando su cabeza sobre su pecho y con los brazos de su hermana rodeándolo por sobre sus hombros.

La noche había sido larga. Habían llorado mucho. Se habían descargado. Según su reloj, habían estado despiertos hasta las tres de la mañana, por lo cual habían pasado cinco horas dejando salir todos sus miedos, toda su tristeza, todo su dolor. Cuando el cansancio hubo consumido todas sus energías y sus ojos se quedaron sin lágrimas, Luna se acostó. En ningún momento sus brazos habían soltado a su hermanito, así que lo arrastró junto a ella, quedando él sobre ella. Quizás una semana y media atrás hubiese encontrado aquella situación algo incómoda, pero ahora sólo podía sentirse agradecido por tener hermanas que lo amaran tanto. La posición le recordó a cuando él era niño, muy pequeño, y alguna de sus hermanas mayores decidía acompañarlo en una siesta.

—Luna, ¿recuerdas la canción que me cantabas cuando era niño? —Le había preguntado.

—Sí —respondió ella, acariciando pequeños mechones de su cabello.

— ¿Crees que...? ¿Podrías...?

Había tenido miedo de que sonara ridículo, de que sonara muy infantil. No pudo terminar la pregunta, pero Luna lo entendió de todas formas, y ni siquiera cruzó por su mente el burlarse de él. Simplemente comenzó a cantarle la canción con la cual tantas veces lo había dormido años atrás. La cantó, sintiendo el pecho de Lincoln moviéndose con cada respiración, hasta que el movimiento fue lento y parejo. Sólo cuando su hermanito se durmió ella se permitió también caer rendida ante el cansancio.

Ambos se habían desahogado. Y si bien la idea de Lincoln había sido ayudar a su hermana, ayudarla a que se descargara de todas las emociones que había estado conteniendo dentro suyo, lo cierto es que a él también le había servido. No se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba poder llorar abiertamente, poder lamentarse junto a alguien más de lo que estaba sucediéndole. Para él también había sido quitarse una mochila de encima.

Le pareció oír el sonido de algunas voces desde lejos, por lo que con cuidado se levantó y se sentó a un lado de su hermana. Ella también comenzó a moverse y murmurar cosas. Tras dejar salir un gran bostezo y estirar sus brazos, Lincoln se fijó en la hora en el reloj que llevaba en su muñeca, el reloj de Adrien. Eran las nueve de la mañana del domingo. Todas sus hermanas estarían ahora desayunando.

—Luna —la llamó, gentilmente sacudiéndola por el hombro.

Su hermana reaccionó finalmente, abriendo los ojos. Ella sí pareció estar confundida durante unos instantes, pero en seguida sus ojos se quedaron fijos en Lincoln. Ella también se sentó y estiró sus brazos, tratando de desperezarse.

—Buenos días, hermano —dijo, acercándose lo suficiente como para darle un beso en la mejilla como saludo matutino.

—Perdón por despertarte.

—No, está bien —le aseguró ella, con una pequeña mueca de dolor y llevando una mano a la parte baja de su espalda—. Ouch. Ya no eres tan liviano como antes, hermano. Creo que ya sé por qué dejé de tener siestas contigo.

Réquiem por un LoudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora