SE ACABÓ

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Estoy sentado en el sofá de casa, con la mirada perdida en el mueble de la tele, soportando las risas de mis dos amigas. Parecen dos desenfrenadas hienas.

—Andrés, deberías llevar una cámara contigo y grabar todo lo que te ocurre. ¡Es increíble! —propone Verónica.

—¿A quién se le ocurre decir que —Maria susurra— la vieja del piso de al lado ha muerto y ha quedado hecha trozos en el ascensor? ¡Estás loco! —suelta una carcajada.

—A mí no me hace gracia. ¡He quedado como un payaso!

—No es para tanto —trata de calmarme mi compañera rubia—. Mañana, cuando la vuelvas a ver, le explicas el malentendido, tranquilamente... Habláis del libro que para entonces ya te habrás acabado y la invitas a casa, a ver la peli contigo. —Me guiña un ojo.

—¡Eso, invítala! —me anima Vero—. ¡Así la conocemos!

—¡No, no! —niega Maria—. Yo lo decía para que estuviesen ellos dos a solas. Nosotras nos vamos. Yo de fiesta y tú... Vete al cine a ver alguna peli de marcianos.

—¿Me estáis echando? —se molesta Verónica.

—Sí —afirma Maria—. ¿No hay en cartelera ninguna película del niño volador de gafas?

Verony suspira desesperada.

—Qué paciencia...

—Dejaos de tonterías —pido—. No se tiene que ir nadie. Ella no va a venir.

—¿Por? —preguntan a la vez.

—Porque... se acabó.

—No seas exagerado —dice mi compañera rubia—. Si se lo pides, puede que quiera...

—No lo digo por ella —aclaro—. Lo digo por mí. Me rindo. Estoy cansado de quedar como un auténtico imbécil.

Mi barbilla tiembla y mis labios tienden a doblegarse, pero yo me resisto. No quiero llorar, porque ni siquiera entiendo por qué tengo ganas de hacerlo. Me pasa desde pequeño, cuando me agobio, me convierto en un aspersor.

—Andrés, ¿estás bien? —se preocupa Verony.

—Sí, pareces estar sufriendo un ataque —afirma mi compañera rubia.

—Es que... —Se me escapa una lágrima—. Siento ponerme así por una tontería pero...

—Eh —me detiene Maria—, no te avergüences. Llorar no es malo. Verony lo hace cada vez que acaba un libro.

—Cierto —confirma nuestra amiga morena.

—Es que siento una impotencia... —explico.

—Te entendemos —añade Maria—. A nadie le gusta quedar como un idiota.

Verony le pega un codazo y trata de suavizar sus palabras:

—Maria quiere decir que, a veces, las cosas no salen como queremos, pero no debemos rendirnos.

—¿Todo eso he querido decir? —vacila ella—. Andresote, lo que sé es que esa chica te encanta. Nunca te habíamos visto así por nadie. Y nosotras no lo entendemos, y creo que nadie lo entendería, pero te apoyamos. No puedes echar la toalla ahora.

Niego con la cabeza, y antes de decir nada más, me tomo un tiempo para calmarme. Cuando mi entrecortada respiración vuelve a la normalidad, intento poner punto y final a la conversación:

—Gracias por apoyarme, pero no quiero saber nada más de ella. Suficiente ridículo he hecho ya.

—Ay, Andrés... —Como muestra de afecto, Maria me sacude el cabello y me despeina—. ¡No seas tan dramático! Seguro que pronto vuelves a estar ilusionado.

Le aparto la mano y me levanto.

—¡Dejadlo ya! He dicho que se acabó.

—No. —Verony se pone a mi altura—. No puedes rendirte. ¡Es ella! ¡Es la chica del ascensor!

—Tú lo has dicho. —Asiento, y sigo—: Ella es la chica del ascensor. Y si algo tiene un ascensor es que todos los que montan en él son pasajeros. Y los pasajeros no aparecen para quedarse.

—Uy... Qué profundo él —comenta Maria.

—Andrés, no digas nada de lo que te puedas arrepentir —me aconseja mi compañera morena. Y debería haberle hecho caso, porque acto seguido, suelto las palabras de las que más me arrepentiré:

—¡Es que estoy harto! —exploto ante tanto asesoramiento—. Las dos dais consejos sobre relaciones cuando una —me refiero a Verony— parece estar casada con las historias ficticias y la otra —me dirijo a Maria— es incapaz de estar con un tío más de una semana. ¿Cómo podéis tener el valor de decirme qué debo hacer?

Ambas me miran en silencio. Se han quedado de piedra. Y es que me he pasado. Una vez más, la he vuelto a cagar.

—Lo siento... —mascullo, y huyo a mi habitación.

Cierro de un portazo. Estoy lleno de rabia. Quiero gritar, llorar, pegar... y cargo contra el libro de ella. Lo aprieto con todas mis fuerzas y, como un jugador de fútbol americano queriendo marcar el tanto definitivo, lo lanzo. El libro vuela, choca contra la pared, y antes de caer al suelo veo cómo se desprende de él una figura plana que había oculta entre las últimas páginas. Es la figura de cartulina con forma de delfín que se le cayó el día que nos conocimos.

Me acerco y... veo que ha escrito algo en ella. 



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Como habréis deducido, ¡ahora los martes también actualizaré! Y hoy mismo subiré el siguiente capítulo, y descubriremos qué escribió la chica del ascensor en la figurita... 

 

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69 SEGUNDOS PARA CONQUISTARTE (EN LIBRERÍAS Y WATTPAD)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora