No sabía cuánto tiempo más lo iba a soportar.
El ruido del carruaje en movimiento y sus trompicones ocasionales me recordaba que era la primera vez que salía oficialmente de casa y la cantidad de paisajes de los que había sido privada. Extática, le eché una ojeada a través de un resquicio a las calles cenicientas y a la gran afluencia de ciudadanos en ellas. Me arrojaron de un barranco sin aviso alguno, aun así, no me asustaría, disfrutaría de la caída rauda camuflada como un vuelo, y al tocar el agua, pelearía contra la marea. Pues me sentía como una niña con un nuevo juguete, el mundo, y me gustaba cómo inició el juego.
―Falta poco para que bajes, así que, ¿puedes hacerme el favor de sentarte como corresponde, Kaysa? ―solicitó Nora. Mi madre de cuarenta y tres años yacía frente a mí con su acento escocés indisimulable, cabello rubio opaco, sus redondos ojos azules como piedras preciosas, y su actitud mordaz. No la consideraba un individuo que se destacase por su maternidad, ni por ser muy cálida, lo único que le agradaba era que las cosas se hicieran a su modo, y solo en la última nos asemejábamos.
―Sí, puedo ―mascullé con una falsa expresión carialegre y enderecé mi postura.
Mis padres e instructores justificaron mi falta de libertad con discursos sobre la precaución. Existían riesgos en el exterior que yo ni ningún heredero proveniente de la Capital podía correr jamás, al menos eso decían.
La velocidad del coche no se equiparaba al ritmo de mis latidos. Estaba demasiado nerviosa. Procuré que mi semblante se mantuviera impasible, sin embargo, en un sector recóndito de mi mente cientos de pensamientos me atacaban. Uno en especial: el no lograr superar las expectativas.
Perfección. Una palabra que en definitiva no tenía una definición precisa y que quería ser alcanzada por todos. Se clasificaba como un anhelo muy popular al punto de convertirse en una presión constante para cada persona; como seres humanos debíamos aspirar serlo para lograr ser aceptados. Debían idealizarte y admirarte. Se había creado una moral y una ética que declaraba cómo debías comportarte y qué era apropiado sentir o no. Te indicaban la manera en la que debías vestirte, hablar y pensar. Éramos un producto de la sociedad, no muy diferentes a títeres manejados con cuerdas invisibles y había que conformarse con eso si se deseaba sobrevivir.
Yo necesitaba sobrevivir.
De pronto, noté que nos detuvimos. El trayecto interminable finalizó. Miré a mis padres y dije:
―Creo que esta es la despedida.
―Te veremos en la gala de presentación ―aseguró Albert.
Físicamente me parecía más a mi padre, excepto por el pelo, el suyo variaba entre un blondo claro y canas. Poseíamos el mismo color de iris, una similar cantidad de pecas y las facciones en forma de corazón. En cuanto a personalidad no sabría qué decir.
―¿Algún último consejo?
―Solo no lo estropees ―habló Nora en un tono adusto.
―Ganaré, cueste lo que cueste.
Mi mamá solía decirme: "Recuerda que a veces para obtener la mejor madera hay que cortar el árbol más fuerte y hermoso". Nunca supe qué significaba aquella metáfora ni por qué me acordé de la misma. Quizá mi promesa atrajo esa memoria; lo ignoraba. Ya lista, me apeé del vehículo. Lo primero que vislumbré fueron los gigantescos muros de cemento que protegían el edificio en su interior, las verjas negras abiertas, un grupo eufórico de periodistas y nacionalistas que aclamaba cosas inentendibles detrás de la cerca que me protegía del público y los transportes estacionados de los que vinieron antes que yo. Supuse que lo mejor iba al final.

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Construidos
Science FictionDinastía decapitada I "Si el amor te lastima, solo apaga tu corazón. Literalmente." Tras prohibir cualquier tipo de sentimiento, el reino se ha consolidado en el 2084 y está dividido por los clanes dirigidos por las familias de élite con la suprema...