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Perseo se marchó poco después, evidentemente contrariado por la discusión que había estallado entre ambos a causa de su madre

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Perseo se marchó poco después, evidentemente contrariado por la discusión que había estallado entre ambos a causa de su madre. Yo no lo seguí, ofuscada por la vehemencia del nigromante al defender a la mujer y por la idea de que Roma hubiera resultado ser su madre; permanecí quieta en el mismo lugar durante unos minutos, abriendo y cerrando los puños junto a mis costados, intentando controlar mi propia furia.

Una parte de mí entendía la postura de Perseo, no en vano era su madre, pero otra gran parte se preguntaba cómo era posible que fuera tan ingenuo, tan estúpido al afirmar que Roma no era la puta del Emperador: las historias corrían como la pólvora, incluso había escuchado a Ptolomeo hacer desagradables referencias a esa relación que existía entre ambos.

Incluso había apelado a ella cuando Roma dejó caer que el Emperador guardaba serias dudas sobre la fidelidad de la gens Horatia para con él.

¿Cómo podía ser tan ciego? Apreté los puños hasta sentir que las uñas se me clavaban en la carne, hundiéndose en ella hasta marcarla. Resoplé de disgusto y me dirigí hacia la cama, dejándome caer sobre el colchón.

Pero no podía centrarme en la disputa que había tenido con Perseo, lo que realmente importaba en aquellos instantes era el hecho de que por fin se me había presentado la oportunidad que llevaba persiguiendo durante años, tras averiguar quién se encontraba tras la desaparición de mi madre; los dioses habían cruzado a Roma en mi camino por una razón: que yo pudiera cobrarme mi venganza.

Y eso era lo que haría.

Apoyé los codos sobre mis piernas y dejé vagar la mirada por el interior de aquel dormitorio prestado. ¿Tendrían alguna sala de armas? Quizá podría robar alguna daga o algo de tamaño más pequeño para poder clavarlo en el oscuro corazón de la nigromante... No, eso sería demasiado sucio y no me cabía ninguna duda de que me delataría a mí misma.

Quería que Roma viera mi rostro antes de morir, quería reclamarle por lo que le hizo a mi madre; obligarla a recordar su rostro, el modo en que debía haber acabado con su vida y hacer que sintiera remordimientos mientras se desangraba a mis pies, bajo mi mirada.

Sin embargo, también necesitaba mantener mi posición dentro de la propiedad. Mi misión con la Resistencia aún no había terminado, aún me necesitaban siendo la doncella de Aella para proporcionarles cualquier tipo de información que llegara a mis oídos, como había sucedido cuando escuché a Ptolomeo suplicar a la nigromante para que intercediera por la gens frente al Emperador.

Si quería continuar allí y poder llevar a cabo mi venganza tenía que planear una muerte que no llamara mucho la atención, que no señalara en mi dirección cuando por fin alcanzara su término.

Mordí mi labio inferior, dejando que mi mente vagara entre las distintas posibilidades que se me planteaban, hasta que mis labios se curvaron en una sonrisa torcida ante la solución, que había resultado ser más fácil de lo que esperaba: veneno. ¿Acaso no era el instrumento preferido de los perilustres? Había oído en las calles de la ciudad historias de nobles que se beneficiaban de la discreción y mortalidad de las sustancias tóxicas para deshacerse de sus enemigos. Dejando tras de sí un rastro de rumores, pero casi nunca una prueba tangible.

EL TRAIDOR | EL IMPERIO ❈ 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora