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10. Venenos adictivos

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Mi plan recién estaba formándose. Todos los síntomas comenzaron a aparecer con una rapidez terrible para él y magnífica para mí.

Lo extraño fue que Diego soltó una carcajada ronca en medio del terrible sufrimiento que debía estar sintiendo y volteó para contemplarme con la mandíbula apretada, ocasionando que unos mechones de su cabello rubio se fugaran para terminar sobre su frente.

—¿Así es cómo será? —interrogó con la respiración entrecortada—. ¿Esta es su terrible venganza, asesina mía?

Sentí una ola de deleite con la palabra "asesina". En ese instante fue un cumplido más que delicioso.

—Y usted pensó que serían solo amenazas —me burlé, puse mi mano en su pecho y lo fui empujando hasta que él fue caminando de espaldas y terminó sentado en su silla.

Por mi parte, me senté con las piernas cruzadas sobre su escritorio y abandoné mi copa en la bandeja sin parar de estudiar a mi enemigo con la mirada.

Ni se molestó en ocultar sus emociones. Era como si estuviéramos en una partida de póker, él hubiera bajado sus defensas, y una baraja de cartas se dieran vuelta para que finalmente pudiera verlas.

Se notaba su enojo por el engaño, la admiración propiciada por el hecho de que logré engañarlo, y si me fijaba bien, también un poco de diversión en sus ojos diferentes.

—¿Está disfrutando esto? —bramó Diego, desabotonando los primeros botones de su camisa con agilidad. Le costaba respirar—. ¿Le da placer?

—Ya sabe la respuesta.

Su tono lánguido pasó a ser imperioso.

—Quiero escucharlo de su boca.

—Sí, lo disfruto, Stone —confesé, rebosante—. Para mí, la venganza es mejor que cualquier orgasmo.

El heredero liberó una risa oscura.

—Es muy obvio que no ha tenido sexo conmigo.

—Y nunca querré hacerlo.

—Siga repitiéndoselo hasta que se lo crea.

Un calor se cernió sobre mi anatomía pese a que mantuve mi enojo gobernándome. Traté de que mi mente no fuera a sitios indecorosos, imaginando escenas pecaminosas. En mi defensa, nadie podía controlar su cabeza. Si lo hiciéramos, la vida no sería vida.

—Usted habla mucho para un hombre que morirá en unas horas.

—Entonces, tenemos tiempo de sobra para... —empezó a decir Diego y lo detuve antes de que pronunciara obscenidad.

—Nada, no haremos nada de lo que su mente perversa esté maquinando.

—Y eso que no ha visto ni una pizca de lo perverso que puedo ser.

—Ni lo veré.

Batallando con los efectos del envenenamiento, Diego quiso averiguar lo siguiente:

—Me rindo. ¿Qué me ha hecho?

Permitiéndome gozar de mi triunfo, le contesté:

—Me pregunto qué lo está matando más: las ganas de saber o el veneno que le di.

—¿Dónde lo puso? —indagó él, intoxicado y sin borrar su sonrisa intermitente y descabellada—. Sabe que no sería tan idiota como para beber el veneno, debió haberlo puesto en un lugar que al que solo yo tendría alcance.

—Lo puse en mi piel —le susurré al oído después de inclinarme en su dirección.

Me alejé con lentitud, mas no me enderecé del todo con tal de mirar de cerca los estragos que le había causado. Era espléndido.

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