30. El precio a pagar

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No salí en lo que quedaba del día. Después de que Wesley se deleitase con el hecho de que me arrodillé, me envió a una de las habitaciones, o sea a mi jaula personal. Sentada en una amplia cama matrimonial, admiré las paredes negras que carecían de ventanas, la chimenea encendida y las costosas decoraciones como el marco de oro oscuro de un cuadro de quién fuere que lo pintó. Pensé en cómo cada pequeña cosa en ese palacio y en el mundo me pertenecían, pero aun sabiendo eso sentía que ni yo misma me pertenecía. El silencio parecía una lenta tortura, ya que miles de pensamientos similares a ese me azotaron y por más que intentaba bloquearlos me fue imposible, se repetían una y otra vez sin parar.

Deseaba saber si habían liberado a Diego de donde fuese que estaba, qué le había sucedido a Theo al encubrir mi escape y la lista era infinita. Mi mente no me permitía rumiar en nada más que todo lo que había ocurrido era mi culpa y, en efecto, lo era y no se me ocurría ningún modo de reparar mis errores. En momentos como ese parecía que para la memoria humana todo lo bueno llegaba a su fin, las cosas buenas se olvidaban, morían en un rincón a oscuras, mientras que las malas vivían infinitamente siendo inspeccionadas bajo una lupa.

La paz me abandonó. Me sentía como en una especie de guerra en la que no batallaba contra un reino o enemigo externo sino contra mí misma y no creía que algo de ese estilo se pudiera ganar. No deseaba morir, solo quería dejar de sentirme de esa manera en la que nada me importaba en absoluto y a la vez me preocupaba hasta el más mínimo detalle. Yo había derrumbado los muros que construí a mi alrededor para sentirme libre y rescatarme de mi encierro, mas nada de eso me salvó porque fui sepultada debajo de ellos.

Presumí que podía conseguir lo que siempre había deseado y eso desapareció igual que el humo.

Entonces y sin evitarlo, las primeras lágrimas cayeron. No recordaba la última vez que había llorado o si alguna vez lo hice para variar debido a la ilegalidad de los hechos. Nadie me oyó, nadie vino y me consoló diciéndome que todo estaría bien, estaba yo sola únicamente, así que me abracé a mí misma y lo hice. Estaría bien.

Aguardé a que la sensación desapareciera porque ese fue el precio a pagar por sentir. No supe cuánto tiempo transcurrió hasta que oí a alguien golpear la puerta. Rápidamente traté de arreglarme en busca de que no se notara que estaba llorando, me puse de pie y acepté la intromisión. Un guardia de la seguridad real que aparentaba estar en sus treinta con su pelo rubio y ojos cafés se hizo presente.

―Señorita, el príncipe solicita su presencia en la cena de hoy.

―Conque a esto se refería cuando me invitó a cenar ―murmuré para mis adentros―. Dígale que no pienso ir.

―Él insiste en que lo acompañe ―inquirió el hombre en un tono en el que parecía que su pellejo dependía de ello.

―Bien, iré en un momento.

Tras acceder, este sugirió que cambiara mi atuendo por una de las prendas del clan Black guardadas en el armario. Me resigné a obedecerlo. Una parte de mí estaba asustada de lo que podría suceder si no hacía lo que me pedían y otra no resistiría un minuto sin explotar. El guardia me guio a través de los corredores del palacio a donde Wesley residía y se retiró una vez allí. En el centro de una sala iluminada por las velas en los candelabros yacía sentado en el extremo de una larga mesa decorada con un par de rosas negras y con los cubiertos ya puestos. De mala gana, me senté en el sector más apartado que pude. No soportaría mirarlo.

―¿Acaso no me va a saludar? ―cuestionó Wesley a medida que servían la comida.

―Hola, rey de los hijos de puta ―le saludé, manteniendo la mirada fija en la pared.

―¿Rey? Qué halagadora ―articuló él.

Lo ignoré. No había conocido un ser humano tan despreciable y eso que yo había crecido con monstruos.

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