33. Un corazón hecho de piedra

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Cuando Wesley pidió que fuéramos a un lugar y resultó ser la segunda torre más alta de la Corte Roja, parte de mí se preocupó de que él había aceptado la sugerencia que le di de mantenerme encerrada en un calabozo, sin embargo, fue una preocupación pasajera.

Después de acceder a considerar su oferta y de que redactara un documento para sellarla, nos marchamos del castillo, ordenándole a la servidumbre no divulgar la noticia de la muerte de Edmund hasta que uno de los dos dijera lo contrario. Una poderosa ráfaga de viento invernal me golpeó sin causar sensaciones mientras yo esperaba paciente en un rincón de la terraza a Wesley, quien volvía de conversar con uno de los oficiales a cargo de la vigilancia del predio. La vista panorámica que conseguí al estar a diez pisos fue avasallante. En el pasado me habría aterrado debido a la posible caída. Pude ver en el campo perteneciente a los oficiales como algunos detenidos estaban a punto de ser ejecutados. Yendo directo a una de las guillotinas se encontraba Elton Blue.

―Son traidores ―indicó Wesley, apareciendo a mi lado en la cornisa―. Un ejemplo claro es aquel azul. Hace bastante que se realizaba una investigación para hallar a los creadores de ese estúpido diario llamado La Revolución de Fuego, cuyas publicaciones hablaban acerca de la maldición de la corona y las supuestas atrocidades que cometemos por la misma. Al parecer Elton era un espía de Destruidos, puesto que se descubrió que la base de operaciones era su casa, y aquí tiene el resultado de su patético acto de rebeldía.

No me sorprendió no estar al tanto de esa información. Él me había estado bloqueando acceso a la misma.

―No entiendo por qué mierda rompen las reglas si saben que este será el resultado, es como si rogaran que los matáramos ―expuso sin saber que una vez planeó casarse con una de esos espías.

De verdad yo me preguntaba quién pensó que nosotros seríamos una buena pareja. En serio. No concordábamos en los temas políticos, no compartíamos nada, ni siquiera en la cama, y no nos matábamos literalmente discutiendo por los títulos que portábamos. Habíamos sido amigos de niños, pero en la actualidad éramos antagonistas. Los dos estábamos mejor por separado.

―¿Me ha traído solo para ver este espectáculo sangriento? ―cuestioné, carente de empatía.

―No sea tan ansiosa ―pidió y solté un bufido, cruzándome de brazos. El rechinido de la puerta por la que ingresamos me distrajo―. Ahí está una muestra de lo que puede interesarle de nuestro pacto.

Volteé para ver a qué se refería y mis músculos se relajaron. Dos guardias arrastraron con una cadena a un preso vestido con el mismo uniforme rojo que los demás en el campo de abajo. Sus manos estaban aprisionadas por unos grilletes de metal grueso. Se notaba que las condiciones carcelarias no le fascinaron, ya que la cansada mirada del chico yacía en el piso, no obstante, pude reconocerlo. Era Diego Stone.

―Supongo que le alegra ver a su criminal favorito ―murmuró Wesley.

―¿Qué hace aquí? ―le pregunté al pelirrojo, ignorando al prisionero―. Me prometió que lo liberaría si yo me quedaba con usted.

―Nunca dije cuando lo liberaría. Verá, los tratos de palabra son espectaculares, ¿sabe por qué? A las palabras se las lleva el viento y otras se las puede manipular.

Tras decir eso, vi de soslayo como Diego se percataba de mi presencia y forcejeaba con los soldados en busca de acercarse a mí. Mantuve mi expresión indiferente cuando hicieron que él se arrodillara.

Diego se había sacrificado por mí.

Yo me había sacrificado por él.

Fue en vano porque ninguno pudo salvar al otro.

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