40. La Ascensión de la Rosa Negra

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Kaysa

A veces sentía que era un imán gigante para atraer problemas gigantes. Diego había sido arrastrado de vuelta a la cárcel roja y no los pude detener. Para el reino yo era, de alguna forma, solo la viuda de quien iba a ser su rey. Carecía de la autoridad suficiente para quebrantar la ley que estipulaba que las órdenes de los reyes y príncipes no podían ser destituidas por nadie, salvo los reyes y príncipes. La gente del palacio conocía mi identidad, pero el resto no. Todavía creían que era solo la heredera de los verdes, así que junto con Destruidos tomé la decisión de exponer a toda la población una simple verdad: que yo era una reina desde que nací. Pidieron pruebas, obviamente, y les entregué el último decreto real de Edmund y conseguí el testimonio de Albert y Nora, quienes de ese modo pagaron su deuda por mentirme. Era la hija de los dos clanes más poderosos del mundo, de algo tenía que servirme. Resolví el asunto en menos de veinticuatro horas, detuve el inicio del Proyecto de Despersonalización y lo eliminé, y estaba yendo directo a mi coronación. La segunda, en menos de una semana.

De la misma forma que el día anterior, atravesé el tramo marcado en medio de los invitados ―que se encontraban confundidos respecto a lo sucedido― con el trono como destino, a excepción de que esa vez fui sola porque no necesitaba a un rey, ni falso ni real, y mi vestimenta que pasó de ser ostentosa a simple y elegante, ya que la elección de vestuario fue un vestido oscuro de corte imperio. Me incliné y recité el siguiente juramento:

―Juro solemnemente gobernar al pueblo de La Nación y los territorios de ultramar y dirigir la monarquía ―inicié, utilizando las habilidades que me han brindado las clases de etiqueta y conferencias públicas para no flaquear. Todavía se me ponía la piel de gallina al recordar lo que había ocurrido allí y que esa mañana Diógenes había sido ejecutado y Dimitri encarcelado―. Juro respetar la ley y defender la justicia impuesta con todas mis fuerzas y prometo seguir las enseñanzas asignadas al clan Black. Seré firme en mis juicios. Seré noble en asuntos de conciencia. Haré todo por mantener el honor de los clanes. Seré implacable con quienes traicionen a la Corona. Juro hacer todo esto y mucho más hasta la llegada de mi muerte.

Noel Michaels procedió a depositar la corona sobre mi cabeza y no sucumbí ante su peso. De hecho, me sentí aliviada de ser su portadora. Estaba hecha a base de diamantes negros y metal fino con las formas entrelazadas de las alas de un cuervo y la delicadeza de una rosa. Ya no había Cuervos enaltecidos o Rosas Negras ignoradas, solo estaba yo, su Reina Oscura. Erguí mi postura y fui a sentarme en el trono lóbrego que me pertenecía por una cantidad de tiempo a determinar. Los dirigentes me juraron su lealtad y besaron mi anillo real. Uno por uno, cada individuo se inclinó ante mí y gritó en un eco que recorrió toda la Sala del Trono. De los Construidos, la única que se mantenía de pie era yo.

―¡Larga vida a la Reina!

Instantes después, empezó el gran banquete en honor a mí. Yo era el centro de todo, pero a la vez estaba alejada de todos. Como fuere, gocé de ver a la distancia a la gente disfrutar de la fiesta y a su vez pensé en lo que le habría gustado a Vanessa aprovechar la pista de baile para ligar, en especial con William, quien pudo reencontrarse con su madre, Nora, y enfrentar a Albert por lo que le hizo. Las grandes batallas se ganaban con palabras, no con espadas.

Agradecí los regalos de los visitantes extranjeros y de los líderes locales, acepté los cumplidos de algunos aduladores y de otros conocidos y saludé específicamente a Cedric y a Emery. Ella sabía la versión oficial de los hechos, no mi historia y la de los demás relacionada con la Resistencia, no obstante, pronto se la contaría con la esperanza de que siguiese siendo mi amiga como hasta ese día. También recibí algunas peticiones de reformas y mejoras, entre ellas una solicitud para instaurar la ley de divorcio por parte de Ivette Gray. La aprobé, desde luego. Cuando llegó el momento correcto, detuve los murmullos y la música de la orquesta para hablar.

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